“El toro no es un animal para nosotros; es muchísimo más: un símbolo, un tótem, una aspiración, una eucaristía con los de alrededor y los antepasados. Al toro lo pulimos, lo alimentamos, lo sacralizamos, lo picamos, lo banderilleamos, lo matamos, lo aplaudimos o pitamos tras su muerte, lo descuartizamos, nos lo comemos y lo poetizamos y lo pintamos y lo musicamos. Quítese el toro de aquí y veremos qué queda. ¿Nos reconoceríamos sin la pasión en su pro o en su contra?” Antonio Gala

domingo, 30 de diciembre de 2007

“¡Qué corría, zeñorito!”

Aquel era el último día, la corrida que cerraba la feria del treinta y uno, fue un broche de oro. El gran triunfador de la tarde fue don Graciliano Pérez Tabernero, el ganadero salmantino que envió, para poner el colofón a la feria, un lote de ocho toros colosales, bravos y nobles. A cinco se les contaron las orejas, fue tremendo, y hasta tuvo que salir al ruedo, requerido por el público, el mayoral Atienza -viejo conocido- a recoger la ovación que le tributaba la exigente afición zaragozana en señal de reconocimiento por el excelente juego del lote de toros presentado.

Yo estaba exultante, radiante de felicidad, fue uno de los días más grandes de mi historia, o al menos a mi me lo pareció, aunque tengo que confesar una debilidad… todos tenemos alguna, ¿no?... Me satisface mucho más cuando los que triunfan son los toros, no en vano se alojan en mis dependencias durante unos días y, quiérase o no, se les coge cariño. También las piedras tenemos nuestro corazoncico. Algún día ya les contaré cosas de los toros, de lo que se dicen, de lo que murmuran, de lo que rumian, de lo que piensan en los corrales, en los chiqueros o cuando los trasladan de uno a otro de mis habitáculos, pero eso será en otro momento.

Con esto no es que quiera desmerecer a los toreros, también sus triunfos me alegran, y más si lo consiguen ante esos marrajos con malas intenciones que a veces saltan al ruedo, ese día ninguno lo fue. Entre los matadores destacaron sobremanera Nicanor Villalta y Domingo Ortega, cumplió Pepe Bienvenida y pasó, con más pena que gloria, Marcial Lalanda que ya andaba pensando en su retirada.

Lo curioso del caso fue que en tan excepcional lote de toros hubo uno que fue fogueado, el segundo de Villalta, porque volvía la cara a los caballos. Era el borrón, la oveja negra del lote, hasta que... en contra de todo lo apuntado hasta el momento... contradiciendo lo que el grueso de la afición había creído ver por su extraño comportamiento en el tercio de varas, rompió a embestir a la muleta que le presentaba su matador derrochando bravura. Nicanor -paisano, maño, turolense de Cretas, un bonito y escondido pueblo entre las montañas del Maestrazgo- estuvo superior, de las veces que mejor lo he visto torear en "La Misericordia", con una suavidad y un temple desconocido en un torero tan atlético y poderoso como él, llevando al toro embebido en los vuelos de la muleta hasta el final del pase; el toro, noble y codicioso, bravo y repetidor, arrastraba el hocico por la arena hasta hacer una marca. La conjunción perfecta. Una estocada villaltina, marca de la casa, puso rúbrica a la faena, haciendo rodar al toro como una pelota. Fue la locura en los tendido, orejas, rabo y no se si algo más, el alboroto y la emoción me nublaron la vista y los sentidos. Ya ven ustedes lo que son las cosas, el toro fogueado resulto el mejor de la corrida.

Ortega, recién alternativado a principios de esa misma temporada, parecía un viejo, un consumado maestro. Me recordó, en su forma de torear, al gran Juan Belmonte: fija la planta, la suerte cargada, no moviendo el torero nada más que la muñeca, hasta volver la mano del revés, y con ese simple movimiento era capaz de llevar al toro embebido en la muleta, toreado, desde el inicio hasta el remate del pase. ¡Qué temple y que forma de torear! ¡Qué gran torero se adivinaba! Dos estocadas, orejas y aclamación general. Estuvo colosal... y en los tendidos... el delirio.

Pepito Bienvenida cerró la tarde con brillantez consiguiendo una oreja en el último por su trabajo durante toda su lidia: los quites, los tres valientes pares de banderillas, la faena, alegre, lucida, adornada, y la estocada final que, después de dos pinchazos hueso, tumbó al toro.

Fue un broche de oro para una feria que resultó buena y, para que tomen nota los amantes de los datos y las estadísticas, en la que se lidiaron toros de las ganaderías de Coquilla, Murube, Miura y los ya mentados de Graciliano. Para hacerles frente se contrató a Marcial, Villalta, Barrera, Bienvenida y Ortega. Manolo Bienvenida fue cogido en la segunda de feria y sustituido por Enrique Torres en la de Miura y su hermano Pepe en la de Graciliano.

Los aficionados zaragozanos quedaron muy satisfechos de aquella feria, y mucho más de esta última corrida. Saltaron al ruedo, cogieron en volandas a los triunfadores y se los llevaron de la plaza. Yo, cuando mis tendidos y graderios se vaciaron, cuando me quedé sola en el frío atardecer del otoño zaragozano, me acordaba, sobre todo, de la emoción y la alegría que irradiaba Atienza -ese campero andaluz establecido en las tierras salmantinas de Matilla y San Pedro- mientras recogía la ovación desde el tercio. Al terminar la corrida le oí decir, a los que requerían su atención para felicitarle, que se marchaba raudo a poner un telegrama a don Graciliano: “¡Qué corría, zeñorito!”.

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