“El toro no es un animal para nosotros; es muchísimo más: un símbolo, un tótem, una aspiración, una eucaristía con los de alrededor y los antepasados. Al toro lo pulimos, lo alimentamos, lo sacralizamos, lo picamos, lo banderilleamos, lo matamos, lo aplaudimos o pitamos tras su muerte, lo descuartizamos, nos lo comemos y lo poetizamos y lo pintamos y lo musicamos. Quítese el toro de aquí y veremos qué queda. ¿Nos reconoceríamos sin la pasión en su pro o en su contra?” Antonio Gala

martes, 27 de septiembre de 2011

BRAVÍO

Toro de la ganadería del excelentísimo señor conde de Santa Coloma, lidiado en la tercera corrida de abono celebrada en Madrid, el 11 de mayo de 1919. “Bravío”, con el número 70 marcado en los costillares, salió al ruedo en segundo lugar. Era negro, con el pelo muy rizoso en la cara, cabeza y cuello. Un poco levantado y abierto de cuerna. No era de gran tamaño, tanto, que en el reconocimiento los veterinarios se opusieron a su lidia. Por casualidad, y contra su costumbre, había acudido el ganadero al reconocimiento y se opuso tan enérgicamente a la determinación de los veterinarios, que amenazó con retirar todos los toros, conforme a los derechos de su contrato, si prevalecía el criterio de los técnicos. Transigieron éstos y se lidió la corrida.

Cuentan que desde su salida mostró “Bravío” una gran bravura, arrancándose en los cinco puyazos que tomó con una alegría y con una voluntad, que entusiasmaban al público, que le ovacionaba en cada una, viéndole recargar, llevando el caballo hasta la misma barrera, apretándole contra ella y no cediendo hasta que, ya caído el picador, no sentía sobre sí clavada la garrocha, y algún capote se le llevaba engañado.

Dicen que le manaba la sangre y le corría por toda la espalda hasta la pezuña y, pronto, se disponía nuevamente al ataque en cuanto le citaban. Siguió con la misma bravura y acometividad en los dos tercios siguientes. Saleri II, su matador, torero hábil y con muchos recursos en su arte, no tuvo los suficientes para dominar a “Bravío” y evitar las protestas del público. Entre ovaciones delirantes se dió la vuelta al ruedo yendo las mulillas al paso, teniendo que saludar repetidas veces el conde de Santa Coloma, que presenciaba la corrida y que fue aclamado.

Pero acudamos a un testigo presencial de la corrida, nada menos que a don Gregorio Corrochano, que estuvo en la vieja plaza de la calle de Alcalá aquel día y en su crónica, aparecida en ABC al día siguiente, escribió:

“… Bravío le llamaba el conocedor. Con el número 70 le marcaron en el herradero. Su piel es lustrosa y negra, con una mancha blanca que le hace bragado. Cabeza y cuello rizados, de un rizado tan simétrico como el astracán. Larga y sedosa cola. Fino de remos. Ni grande ni chico. Desde que sale desafía. Persigue a los toreros hasta que se esconden en la barrera y descarga su furia contra las tablas. Apenas ve avanzar a un picador se arranca sobre él y hombre y caballo ruedan por la arena. Pero en la arrancada hay algo característico de la bravura, de la fiereza. No es lo que vemos frecuentemente, aún tratándose de toros bravos que parece que arremeten por quitarse aquello que se les pone delante y apenas si salen del trote en la acometida. Este toro de Santa Coloma se recrea en su víctima, mira avanzar el caballo y va levantando la cabeza, clava su mirada en el picador, como si distinguiera cuál es el enemigo y así espera, cada vez más altanero, cada vez más orgulloso, seguro de su empuje y de su victoria. Se afirma en los cuartos traseros y se precipita rápido, imponente, soberbio. Y en un pequeño sector de la plaza, entre los tercios del 2 y del 3, el toro hace toda la pelea: entra las cinco veces que le citan, las cinco derriba con fiereza y mata cuatro caballos. Ni una vez le pican en el rizoso morrillo. Acaso los picadores no quieran manchar de sangre aquella parte tan bonita. Pero los cinco puyazos, traseros y bajos, no bastan para acobardar ni descomponer a tan bravo animal.
     Hasta última hora, hasta que cayó muerto en medio del ruedo, se mantuvo el toro sin dar señales de agotamiento, siempre bravo, siempre noble, siempre franco. Era todo un carácter. He dicho que murió en el medio del ruedo. No lo he dicho solamente como detalle descriptivo, sino porque expresa de una manera precisa y gráfica lo que fué el toro. Llegó a las tablas en los primeros capotazos, cuando su codicia buscaba al torero que se escondía, pero ni una sola vez busco las tablas para defenderse; peleó siempre en el tercio o en los medios, y allí murió. Un toro de este estilo, de esta alegría, tan bravo y tan completo, sale uno cada temporada, y ahí muchas temporadas que no salen. 
     El público, que aplaudió la manera de arrancarse el toro en cada puyazo, y que siguió con entusiasmo toda la lidia y hasta cuidó que no lo marearan a capotazos -¡si hicieran esto siempre!- obligó a los mulilleros a que dieran la vuelta al ruedo, como homenaje póstumo a aquél toro de bandera.
     Bravío, el conocedor que te puso este nombre, bien te conocía...”