“El toro no es un animal para nosotros; es muchísimo más: un símbolo, un tótem, una aspiración, una eucaristía con los de alrededor y los antepasados. Al toro lo pulimos, lo alimentamos, lo sacralizamos, lo picamos, lo banderilleamos, lo matamos, lo aplaudimos o pitamos tras su muerte, lo descuartizamos, nos lo comemos y lo poetizamos y lo pintamos y lo musicamos. Quítese el toro de aquí y veremos qué queda. ¿Nos reconoceríamos sin la pasión en su pro o en su contra?” Antonio Gala

miércoles, 29 de julio de 2009

UNA CORRIDA DE TOROS COMO DEBE DE SER

El pasado 27 de julio, en Tudela, pudimos ver lo que anuncia el título de este artículo, una corrida de toros como debe de ser. Ni más, ni menos. Seis toros parejos, cuajados, con poder, astifinos, con edad y cada uno con sus peculiaridades particulares; ante ellos, tres toreros dispuestos. Eso mismo es lo que debería ocurrir en todas las plazas y en todas las corridas de toros, eso es lo mínimo que se le debe asegurar al espectador que pasa por taquilla, eso tendría que ser lo normal. Por desgracia eso no es así en la gran mayoría de los festejos que se ofrecen por las distintas plazas de toros y lo que debería ser normal se convierte en extraordinario. Por eso es de destacar que en la tudelana “Chata de Griseras”, el pasado 27 de julio, se lidió una corrida de toros como debe de ser.

Todo ello ocurrió para satisfacción de los espectadores y aficionados que pudimos presenciar la corrida. Es de hacer notar que, cuando la fiesta auténtica se manifiesta en el ruedo, los unos y los otros, aficionados y espectadores, a veces con visiones tan dispares del espectáculo taurino, disfrutamos intensamente de la corrida y, lo que es más difícil todavía, hasta solemos ponernos de acuerdo. Y otro detalle sin importancia pero altamente revelador, cuando de la mano de la fiesta íntegra la emoción se hace presente en la plaza, en comparación con esas tardes aburridas, tan habituales en la actualidad, en las que los minutos pesan como el plomo, la sensación de que el tiempo pasa se diluye y cuando te quieres dar cuenta la corrida ya está concluyendo.

Pero vayamos al grano y descubramos las claves de una tarde en la que pudimos presenciar una corrida de toros como debe de ser. Los toros fueron de Victorino Martín, todos cinqueño, muy bien presentados para una plaza de tercera como la de Tudela, hubieran podido servir para todas las de segunda e incluso para alguna de las de primera. Recibieron dos varas por cabeza (el 3º manseo; 1º y 4º cumplieron; 2º, 5º y 6º fueron bravos) y en el tercio de muleta embistieron y tuvieron recorrido. Todos tuvieron fuerzas y llegaron a la muerte con la boca cerrada, incluso el 5º, bravo en el caballo y noble -que se lesionó en una mano durante la lidia y renqueaba por ello- llegó al último tercio con muchas más fuerzas que los elegidos habitualmente por las figuras para sus actuaciones en plazas de importancia. El 4º fue el garbanzo negro de la corrida, aunque ni mucho menos llegó a la condición de alimaña con que se identifica a los victorinos con peligro. En banderillas cogió a Vicente Yesteras por no querer pasar en falso y aguantar un parón del toro en mitad de la suerte, y se llevó una cornada en el escroto de pronóstico menos grave. El 1º, aunque tenía una embestida más corta y se enteraba de lo que se dejaba atrás, también metía la cara y era propicio para el lucimiento. Destacaron el 2º, Minador, y el 6º, Bodegón. Ambos fueron bravos en el caballo y nobles para la muleta, metiendo la cara, arrastrando el morro por el suelo y alargando el viaje hasta donde los mandaran. Dos grandes toros.

Ya se pueden imaginar que ninguno de los toreros acartelados portaba la condición de figura, eran lo que vulgar y despectivamente en el argot taurino se conocen como gladiadores. Pero en realidad, porque se ponen delante de toros de verdad y de esa forma hacen honor al nombre de su profesión, son lo que no son otros que se visten de luces muchas tardes, toreros: Juan José Padilla, Diego Urdiales y Sergio Aguilar. El jerezano tuvo el lote más problemático y pasó por “la chata” con más pena que gloria, en su primero nunca se confió y en el segundo se inhibió y se llevó una bronca más que merecida. Diego Urdiales tuvo el mejor lote y, en mi opinión, estuvo por debajo de sus toros. En su primero, el mejor toro de la corrida, estuvo correcto y logró algunos pasajes ajustados y con profundidad, pero el toro, noble hasta decir basta y haciendo surco en la arena con el hocico, era para soñar el toreo. Mató de una buena estocada, algo caída, hasta la empuñadura y se le concedió una oreja. En su segundo, que acusó la lesión que se produjo en el primer tercio durante toda la lidia, pero que fue noble y aguantó hasta el final, no se acopló, alargó la faena innecesariamente y dio un recital de pinchazos con la espada. El primero de Sergio Aguilar fue el toro manso de la tarde, tomó dos varas a regañadientes y no quiso pelea en ningún momento. El que le brindó la ocasión de triunfar fue su segundo toro, el sexto de la tarde. Sin llegar a la calidad de “Minador” en la embestida, “Bodegón” tuvo su misma condición, fue bravo en el caballo, en donde le dieron más fuerte que a su hermano, y noble y con recorrido en la muleta. Quizás acusara el castigo recibido y llegó a la muleta con algo menos de fuelle, pero más que suficiente para torear a gusto y con largura. Sergio Aguilar estuvo más que digno pero por debajo de la condición del toro. Es un torero que está empezando a cuajarse y aún no ha fijado su estilo, pero tiene condiciones y hay que esperarlo. En este toro, que requería mando y mano baja desde el principio, se entretuvo en el toreo accesorio y cuando se quiso poner a torear de verdad al toro ya se le había pasado el arroz. De todas formas estuvo correcto y mató, al segundo intento, de una estocada que le valió la otra oreja de la tarde.

En un santiamén se pasó la tarde. Cuando miré el reloj con la idea de que aún quedaría tiempo para tomar un vinito en “El Cossío” con los amigos de Tudela y comentar la corrida, comprobé que ya era muy tarde y había que poner rumbo a Zaragoza, pues al día siguiente era laborable. Pero partimos contentos -que diferencia con otros viajes de vuelta después de la decepción- porque habíamos asistido a una corrida de toros como debe de ser, con toros y toreros de verdad. Algo que debería ser lo normal en todos los festejos que se programen por las diferentes plazas de toros pero que, por desgracia, y por dejación, no es así. Por eso lo normal se convierte en extraordinario. Y ya digo, no es que fuera la corrida del siglo ni mucho menos, fue una corrida normal que, por suerte, salió buena. En definitiva, fue una corrida de toros como debe de ser.

jueves, 23 de julio de 2009

COPLAS DE ANTONIO ORDÓÑEZ - LOLA FLORES

Cuando Lola Flores grabó estas "Coplas de Antonio Ordóñez”, en el año 1962, no sabía que el diestro rondeño estaba a punto de cortarse, por primera vez, la coleta. Esto ocurrió el 18 de noviembre en la limeña plaza de Acho, con el toro Andamucho de la ganadería de Las Salinas, negro, bien armado y con 480 kilos de peso. Ese día compartió cartel con Gregorio Sánchez, Curro Girón, Pepe Cáceres, José Martínez Limeño y Andrés Vázquez. Participó en todas las corridas del ciclo limeño y ganó el Escapulario de Oro del Señor de los Milagros, que fue el broche de oro a la primera parte de su carrera. Ese año, antes de su viaje a Lima, había sido muy castigado por los toros. La mala racha comenzó en Málaga, en un festival benéfico celebrado en el mes de diciembre, al entrar a matar un novillo de su mujer, Carmen González, sufriría una fractura de peroné de la que le costó recuperarse. Grave fue la que sufrió en Tijuana, México, el 29 de abril, en donde fue cogido por su primer toro, de la ganadería de Llaguno, y de la que tuvo que ser operado de nuevo a su vuelta a España. Reapareció en corrida ordinaria en Barcelona, el 17 de junio, pero diez días antes había participado, en el Coliseo de Nimes, en una función teatral nocturna (la representación de la Zarzuela Andalucía) estoqueando un toro de su propia ganadería. El último percance de ese año lo sufriría en Salamanca, el 14 de septiembre, en donde una res de Francisco Galache le infirió dos cornadas en el muslo derecho. Aún con todo, esa temporada cumplimentó cincuenta y dos contratos. Quizás por esa mala racha de infortunios había decidido retirarse de los ruedos, y así se lo comunicó a su mujer desde la capital peruana, de esa forma, en una de las plazas de toros más cargadas de historia, y después de doce años de alternativa en los que había estado en lo más alto del escalafón taurino, ponía fin a su primera etapa como matador de toros el maestro rondeño.

Antonio Ordóñez Araujo había nacido en Ronda, Málaga, el 16 de febrero de 1932. Era uno de los cinco hijos varones de Cayetano Ordóñez Aguilera Niño de la Palma, aquel al que un titular de don Gregorio Corrochano, “Es de Ronda y se llama Cayetano”, en el diario ABC, había colocado en el disparadero de la expectación. Tomó la alternativa en Madrid, un 28 de junio de 1951, de manos de Julio Aparicio, quién le cedió la muerte del toro Bravío, de la ganadería de la viuda de Galache, en presencia de Miguel Báez Litri. Esa temporada toreó cuarenta corridas en las plazas más importantes de la geografía del toro y, desde el primer momento, se colocó entre los diestros preferidos del público y de los aficionados que veían reflejados en el toreo del diestro rondeño el más puro clasicismo del arte de torear. Antonio Ordóñez ralentizó el toreo, con su capote y muleta fue capaz de frenar la velocidad del toro y hacer realidad lo que decía el maestro Domingo Ortega, que la tempestad de la embestida del toro se convierta en suave brisa a la salida de la suerte. Volvió a los ruedos en 1965 y se mantuvo en activo hasta 1972 en donde, un 12 de agosto, en el transcurso de la Semana Grande donostiarra mató último toro, Colombiano, del hierro de Pablo Romero. Alternaba ese día con Paco Camino y Curro Rivera. Aunque no se retiró del todo porque todos los años, mientras la salud se lo permitió, toreaba la Corrida Goyesca de Ronda que él mismo organizaba.

Cuando Lola Flores grabó estas “Coplas de Antonio Ordóñez” se encontraba en un momento de consolidación de lo que podríamos denominar su segunda época. Dolores Flores Ruiz había nacido en Jerez de la Frontera, un 21 de enero de 1923. Empezó a cantar en su ciudad natal en 1939 anunciada como Lolita Flores Imperio de Jerez. En 1942 obtuvo su primer y, a la postre, mayor éxito con “El Lerele”, una canción que figuraba en el repertorio del espectáculo “Cabalgata”, que estrenó en el madrileño teatro Fontalba, y que la hizo famosa en toda España. En esa época comienza su relación con Manolo Caracol, tanto en los escenarios como fuera de ellos, y hasta 1951 triunfaron como pareja artística en el cine y la canción y mantuvieron una turbulenta historia pasional fuera de ellos. A mediados de los años cincuenta, por mediación del propio Caracol, conoció al guitarrista Antonio González El Pescailla, un gitano catalán del barrio de Gracia, pionero de lo que, con el tiempo, pasó a denominarse rumba catalana. Al poco tiempo de conocerse El Pescailla abandonó a su mujer, Dolores Amaya, con la que se había casado por el rito gitano, y a su hija Toñi, nacida en 1955, para casarse con Lola, embarazada de tres meses, en la Basílica de la Cruz de los Caídos, el 27 de octubre de 1957. A partir de ese momento comenzaron una carrera artística conjunta que nos sitúa en la época de la canción objeto de este artículo. Fueron años felices para el matrimonio González-Flores, tanto en lo familiar, en donde tuvieron tres hijos, como en lo artístico, pues Lola, rotos los lazos de su turbulenta relación artística y personal con Manolo Caracol, sacó lo mejor de sí misma y afloró en escena su auténtica personalidad que la mantuvo en candelero hasta el día de su muerte, que le sobrevino en la casa que bautizó con el nombre de su primer gran éxito, “El Lerele”, el 16 de mayo de 1995, cuando contaba 72 años de edad.

Lola Flores era gran aficionada a los toros, asidua a las corridas siempre que su profesión se lo permitía y muy amiga de los toreros más importantes del momento, con los que compartía ferias y fiestas de muchas ciudades españolas. Esta afición queda reflejada en el amplio repertorio de números taurino que dejó grabados. El que hoy presentamos, estas “Coplas de Antonio Ordóñez”, son unas burlerías compuestas por Antonio Gallardo y Nicolás Sánchez Ortega. Fueron publicadas por el sello discográfico Columbia en un EP (disco con cuatro canciones, dos por cada cara) en el año que Antonio Ordóñez se retiró por primera vez de los toros, en 1962. El acompañamiento y los arreglos musicales corren a cargo de la Orquesta de Maestro Tejada con la colaboración, como guitarrista, de su marido Antonio González El Pescailla.

Coplas de Antonio Ordóñez
Antonio Gallardo - Nicolás Sánchez Ortega

La plaza es un pandero
de sol y oro,
de sol y oro.
Cuando se abre el chiquero
y sale el toro,
y sale el toro.
Negro bragado
con to’el poder
y un torero espigado
se abre de capa frente al burel.

Que quieras o que no quieras
hará la fiera lo que le manden,
no hay torito de bandera
que a Antonio Ordóñez se le desmande.
Ronda moruna,
rosa de olor,
morena de aceituna
tú eres la cuna que le arrulló.

No hay guapo que le iguale
sobre la arena,
sobre la arena.
Mira que naturales,
vaya faena,
vaya faena.
Brilla su nombre
sobre el cartel,
no nace ya otro hombre
que haga en el ruedo
lo que hace él.


jueves, 16 de julio de 2009

LA EMOCIÓN DEL MIEDO

Según el diccionario de la lengua la emoción produce una “alteración del ánimo intensa y pasajera, agradable o penosa, que va acompañada de cierta conmoción somática”. La situación emocional a la que te lleva esa conmoción somática, una vez que la has vivido, es la que produce la adicción a algo, en este caso, a los festejos taurinos. En esa conmoción somática es donde se asientan los cimientos más profundos de la afición taurina, los que llevan al aficionado ha buscar en cada festejo el encuentro propiciatorio, las bases precisas -que no son otras que un toro y un torero frente a frente- para que salte la chispa de la emoción y poder sentir de nuevo esa alteración del ánimo intensa y pasajera que en otras ocasiones ya ha vivido y que es la causa del peregrinar del aficionado por las plazas de toros.

Pero en la misma definición que nos trae el diccionario van implícitos dos tipos de emoción, agradable o penosa. Partiendo de esta diferencia, y trasladándola a la fiesta de los toros, podemos distinguir dos situaciones emocionales totalmente distintas que se pueden dar en el ruedo: la producida por una situación de angustia ante el peligro inminente que se palpa, bien por la condición del toro o por las carencias del torero, que es la que pondríamos en el lado de la alteración de ánimo penosa; o la producida por una situación de mando y dominio del torero sobre el toro, que es la que abre la puerta a la posibilidad de sentir una vez más esa alteración de ánimo agradable que es la que reportar contemplar el arte del toreo, con todos sus componentes, en su máxima expresión.

La emoción, si sale un toro con trapío y poder, un toro que dé miedo, está presente en la plaza desde el primer momento. Que esa emoción se encamine en una u otra dirección, agradable o penosa, dependerá de las condiciones del toro y de la labor más o menos acertada del torero de turno. Cuando el poder del toro es reducido por medio de una lidia correcta y el dominio del torero se plasma en una faena artística -redonda, se suele decir en el argot taurino- es cuando aparece esa conmoción somática agradable que nos hace adictos a los aficionados y a cualquiera que lo vea. Ese es el mayor poder de difusión de la “Fiesta de los Toros”, la contemplación del toreo en estado puro, lo que, por desgracia, tan pocas veces ocurre en la actualidad y que, cuando sucede, se convierte en todo un acontecimiento. Ocurrió hace poco más de un mes en la plaza de “Las Ventas” de Madrid cuando Luis Francisco Esplá explicó el toreo en su toro de despedida. Todos, aficionados y espectadores, atrapados por esa conmoción somática agradable, se pusieron de acuerdo -tanto los que habían pedido orejas arbitrariamente en los días anteriores, como los que las habían protestado- y todos se volvieron locos. Se vivió un triunfo como ningún día anterior, ni en los últimos años, se había producido. Y todo este revuelo por el simple hecho de haber visto torear a un torero un toro de verdad.

Pero para que esta emoción agradable se produzca son imprescindibles, tanto el toro íntegro, como el torero con conocimientos suficientes para plantarle cara y salir victorioso. Esa seguridad del diestro, ese conocimiento, ese dominio de la situación es lo que hace que entre los espectadores se difumine el miedo y se alborote el ánimo ante la posibilidad de ver, una vez más, torear. En cambio para el otro tipo de emoción que se puede dar en una plaza de toros, la que el diccionario denomina como penosa, no es necesario: ni que el toro dé miedo, ni que el torero domine las reglas de la lidia. Este tipo de alteración de ánimo, que podríamos denominar emoción del miedo, se puede ver con frecuencia en las plazas de toros, es más común hoy en día, pues son muchos los diestros que la utilizan y que recurren a ella. Pero en este punto hay que hacer una nueva división: la emoción del miedo que produce en los tendidos un toro con toda la barba ante un torero al que se ve falto de recursos; o el de un toro, como el que mayormente sale en la actualidad, sin poder, parado, sin casta, ni nada de lo que tiene que tener un toro, y con el que la única posibilidad de crear emoción, de captar la atención del público, la tiene que poner el matador, esos especialistas en ese tipo de tauromaquia encimista que vulgarmente se denomina como “arrimón”. Los unos merecen el mayor respeto por aceptar el reto de enfrentarse a un serio enemigo, los otros el mérito de intentar poner lo que no tiene el toro. Un dato curioso es que unos y otros están claramente separados en el escalafón de actuaciones, los del toro “fofo” hacen el paseíllo muchas tardes, mientras que los otros, los del toro íntegro, casi ninguna, y cuando lo hacen se suelen jugar el todo por el todo a una sola carta, como hizo Israel Lancho en la corrida de los “Palha” en Madrid.

El problema se plantea cuando se pretende hacer pasar esa tauromaquia del miedo, que practican algunos de los más cotizados matadores del escalafón, por el auténtico arte de torear. Podemos hablar del valor, de la quietud, de la entrega, del sacrificio del cuerpo -cada tarde y ante cada enemigo- como prueba de compromiso y profesionalidad del diestro, pero eso no es torear y por ese camino, el del riesgo, no se puede alcanzar esa alteración de ánimo agradable que, en el fondo, busca todo aficionado. Si hablamos del arte del toreo debemos valorar otros conceptos que deben sumarse a los anteriores y, por supuesto, al de un toro en su total integridad y poder, como son el conocimiento, la técnica, el dominio, la pureza en la ejecución de las diferentes suertes y -como colofón y agente prioritario de la posible conmoción somática que nos define el diccionario- la creación de arte, que no es otra cosa que el dominio y mando sobre el toro de una forma armoniosa y elegante. Los enganchones continuos, la repetidas volteretas, los medios pases, la cabezonería de mantenerse quieto e impávido en un sitio aunque no sea el más adecuado para engendrar el pase, aunque a veces se consigan momentos destacables, son signos que demuestran carencias técnicas o, por las razones que sean, falta de concentración. Muchas de estas cosas ocurrieron en la famosa corrida en solitario de José Tomás en la plaza de Barcelona de este año y que algunos, como tantas veces han pretendido hacer con otros fenómenos de otras épocas, pretender vendernos como el paradigma del arte de torear.

Es por eso que ha que poner cada cosa en su sitio. No podemos negar que las actuaciones del diestro de Galapagar llevan a los tendidos emoción, pero es una emoción angustiosa más pendiente de la cogida del matador que de la calidad artística de las suertes que realiza. En cambio, cuando se torea como lo hizo Luis Francisco Esplá en su corrida de despedida de la plaza de Madrid, el miedo se ausenta del ruedo y da paso a la euforia, a la locura de todos los presentes, a esa conmoción somática que altera intensamente el ánimo de forma agradable, tanto de los espectadores como de los aficionados, e incluso - y teniendo en cuenta la distancia y subjetividad del medio- de los televidentes. Esa es la gran diferencia y la gran fuerza del toreo, cuando ya nadie lo esperaba salió al ruedo un toro como debe ser un toro y un torero, con conocimiento y torería, simplemente lo toreó. Ese es el auténtico milagro del toreo, y su más firme valedor, el que es capaz de poner a todo el mundo de acuerdo en unas décimas de segundo y volver la plaza entera boca abajo.