“El toro no es un animal para nosotros; es muchísimo más: un símbolo, un tótem, una aspiración, una eucaristía con los de alrededor y los antepasados. Al toro lo pulimos, lo alimentamos, lo sacralizamos, lo picamos, lo banderilleamos, lo matamos, lo aplaudimos o pitamos tras su muerte, lo descuartizamos, nos lo comemos y lo poetizamos y lo pintamos y lo musicamos. Quítese el toro de aquí y veremos qué queda. ¿Nos reconoceríamos sin la pasión en su pro o en su contra?” Antonio Gala
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viernes, 25 de enero de 2008

Los trastos de torear

Conocí a Pepito a finales de la década de los ochenta, cuando tendría tres o cuatro años de edad, venía acompañando a su madre, que se llevaba faena para hacerla en casa, a la fábrica en la que yo trabajaba. Me cayó bien y, poco a poco, me fui haciendo amigo suyo. Un día le pregunté lo que le gustaría ser de mayor, sin dudarlo me contestó que seria “torero”.

Se me ocurrió hacerle un regalo y éste consistió en un par de banderillas, de unas medidas acordes con su estatura, eso sí, los colores eran muy “patrióticos”, unos clavos doblados en un extremo servían para que el que hiciera de toro las llevara colgadas en el jersey. A la madre de Pepito mi regalo le costó algún jersey roto y me dijo que no le regalara más banderillas.

También le hice, de una pieza de tela roja que había en el almacén de la fábrica, una muleta, el día que se la di, con estaquillador y estoque incluido, Pepito se fue a casa más contento que una castañuelas. En su casa practicó el volapié con sillas y sofás, pinchando y agujereando todo hasta que su madre le quitó los “trastos” de su alcance. Cada vez que esto ocurría, como había muchos metros de tela roja en el almacén, yo le volvía a preparar otra muleta, sucedió varias veces.

Un día -según me contó Pilar, su madre- después de presenciar la retransmisión de una corrida en televisión en la que vio como el “maestro” de turno paseaba por el ruedo los máximos trofeos, decidió no esperar más para desorejar a sus “oponentes”. Aprovechando un despiste de ésta, cogió unas tijeras y salió al pasillo, al rato volvió al cuarto de estar e inicio una vuelta triunfal, al igual que el torero que había visto en la televisión, llevaba dos orejas en una mano y, en la otra, el rabo… Eran de un zorro disecado que tenían de adorno en casa.

Pasaron unos cuantos años, era una tarde de octubre del año noventa y dos, fiestas mayores en el pueblo, iba a “torearse” un toro en la plaza, pero yo preferí bajar al bar de Manolo para ver una corrida que ofrecían por televisión de la feria del Pilar, un chaval apodado “El Tato” iba a tomar la alternativa. Pasados unos minutos hubo un revuelo en el bar, arriba, en la plaza, el toro había corneado a Jesús de gravedad en el pecho. Pepito estaba muy cerca y vio el pecho abierto por donde salía mucha sangre.

Su madre me dijo, días después, que Pepito había llegado muy asustado a casa. A mi se me había olvidado decirle al chaval que en el mundo de los toros los percances y la sangre son de verdad.

Pasadas unas semanas Pilar me contó que su hijo ya ni se acordaba de donde estaban los “trastos de torear”. A los pocos meses, cuando volví a ver a Pepito, estaba jugando al balón.

miércoles, 12 de diciembre de 2007

Miguel "el de Ejea"

Aquella tarde, en el bar, cuando acabó la corrida de toros que ofrecían por la televisión, unos cuantos nos quedamos comentando lo que habíamos visto. Poco a poco fuimos remontándonos en el tiempo, estábamos recordando cosas de hace muchísimos años, de cuando éramos unos críos, de cuando los primeros televisores se instalaron en nuestro pueblo, concretamente en los bares, a principios de los años sesenta.

Me acuerdo perfectamente que cuando había una corrida de toros retransmitida, las fábricas de zapatos paraban y los bares se llenaban de partidarios de las maneras de El Viti, o de las de El Cordobés. El tio Pajas, que había vivido muchos años en Madrid y había sido abonado de Las Ventas, era partidario de los toreros clásicos; el tio Chaparro era cordobesista. Sus encontrados puntos de vista solían acabar en discusiones que había que atajar para que no llegasen a mayores.

En aquellos años, afición sí que había, sí… pero dinero, muy poco… Recuerdo que había que ahorrar mucho para poder ver alguna corrida en Calatayud o en Zaragoza. Algunos aficionados asistían a cuantas su bolsillo les permitían. Para otros muchos, los precios de las corridas eran prohibitivos, los únicos toros que podían ver eran los que salían en las capeas que se celebraban en el pueblo durante las fiestas patronales y las que, por el mismo motivo, se realizaban en los pueblos vecinos. En el aspecto taurino las fiestas de Brea eran las mejores de la comarca. Eran tres días de toros que atraían a una legión de torerillos.

De esos maletillas o torerillos estuvimos hablando en el bar aquella tarde; de cómo eran; de donde venían; de a donde irían. Solían dormir en lo pajares, se aseaban en la fuente del Barranco, y en alguna casa cercana a esos lugares les guardaban el hatillo, con la ropa y los trastos de torear, hasta la hora de comenzar la capea. Llegamos a la conclusión de que ninguno de los torerillos de entonces habían pasado de ahí, de maletillas, pues nunca vimos en la televisión a ninguno de ellos vestidos de luces.

Mi amigo José Luís comentó que no estábamos en lo cierto, que él sabía de uno que había llegado a tomar la alternativa y nos contó la siguiente historia: A mediados de los setenta, un lunes de fiestas y, además, primer día de toros, se fue extendiendo la noticia entre los espectadores que llenaban las gradas de que había un matador de toros entre el público. Se supo pronto quien era por lo bien que dio un par de tandas, unos le conocieron y otros no. Uno de los que no le reconoció fue Manolo, pero el torero si que se acordaba de él, le comentó que habían compartido mesa alguna vez, le preguntó por su suegra, la tia Evarista, quien en alguna ocasión le había lavado la ropa y guardado los trastos. Llevaba prisa el torero, marchaba para Zaragoza, pero antes de partir le dijo a Manolo que saludara a su suegra: “me llamo Miguel, el de Ejea, quizá aún se acuerde de mi".

Evarista García Monge vivió en el nº 24 de la calle Mesones, cerca de las eras, a escasos cien metros de la fuente del Barranco y del lavadero municipal. Muchos años, durante las fiestas, allí lavó la ropa de algún torerillo, uno de ellos fue Miguel "el de Ejea" que, al igual que otros, también llenó el estómago en su casa.

La tia Evarista murió, en Brea de Aragón, el 6 de junio de 1985, a los 82 años de edad. Miguel "el de Ejea" no era otro que Miguel Peroprade Gracia, Cinco Villas. Tomó la alternativa en la plaza de Zaragoza el 11 de octubre de 1972. Murió en accidente de tráfico, el 9 de agosto de 1983, a la vuelta de una capea en la que había participado como director de lidia.

sábado, 24 de noviembre de 2007

Los maletillas en Brea de Aragón

(El relato que viene a continuación forma parte de los recuerdos de don Antonio, aficionado natural de la población zaragozana de Brea de Aragón, de esta forma se inaugura una nueva sección en este Blog que llevará su nombre y en la que esperamos reflejar, además de sus recuerdos, sus opiniones.)

Al comienzo de las fiestas aparecían, venían de algún lugar donde había habido toros, y aquí llegaban por lo mismo. En el ato, una camisa y un pantalón, muleta, estaquillador y capote, en el bolsillo nada, en el estómago lo justo… su afición no cabía en ningún sitio. Eran los maletillas. Flacos, muy jóvenes, andaluces, salmantinos, madrileños y bastantes de por aquí, algunos hacía semanas que habían dejado sus casas, otros, meses. Sólo les importaba torear, robar un pase aquí y otro allá. El precio era muy alto, pues además del riesgo, simplemente, malvivían. Dos frases les acompañaban siempre en sus andanzas: “por favor” y “muchas gracias”.

Mis primeros recuerdos son del año sesenta. Era lunes, me senté debajo del carro de “Carranchín”, mientras los maletillas toreaban toros que no existían, verónicas y naturales sin toro, la Reina y su corte -que mayores me parecían entonces- se acomodaban en el balcón del Ayuntamiento, y los músicos, valencianos -eran tantos que no cabían en su “tablao”- hacían lo mismo .

Eran la cinco de la tarde, todo estaba en su sitio: la gente en sus “tablaos”; el toro -el mayor de los tres que iban a ser sacrificados durante las fiestas- esperando su salida; los maletillas, tensos junto al carro de “Clemente”; y yo, debajo.

El toreo pausado y perfecto -de salón- cambiaba totalmente cuando el animal, pasado de kilos y fecha, pisaba el ruedo; comenzaba lo real, con el toro, avisado y desarrollando sentido, el peligro se palpaba. Pero allí estaban ellos intentando hacer fácil lo imposible. Todo sobre los pies, parar, templar y mandar un sueño. Un derechazo, al que una colada transformaba en un ayudado por alto, otro de pecho; el de al lado, una media y un desarme, carreras y una voltereta; el siguiente, dos mantazos y al olivo. Unos tiritaban de calor, otros sudaban de frío. ¡Qué bromas gasta el miedo!

Mientras los músicos de Cuartel tocaban “España Cañi”, el respetable, mitad en broma, mitad en serio, jaleaba y aplaudía las faenas.

El martes más de lo mismo, torear de fuera adentro y de arriba abajo no podía ser, ellos lo intentaban una y otra vez, eso sí, jugándosela. Oí decir que en el cincuenta y siete, un maletilla y el alcalde de Pomer estuvieron a punto de irse con San Pedro por culpa del astado de turno, y en el sesenta yo vi mandar al hule a “Benito” y a otro torerillo. Con aquel bicho no pudieron, lo mató la Guardia Civil.

El miércoles, mientras el incombustible “Requena” fijaba al último de la feria, los maletillas, con un capote extendido, pasaban el guante: “A ver señores, la voluntad, una peseta al año no hace daño. Gracias, muchas gracias”.

Era el momento de la merienda; calor, tripas y cabezas de sardinas rancias en el ruedo, sol y moscas. Olía a güeña, a churros y a pólvora. Ensogado y apuntillado el último toro, la plaza se desmontaba en tan sólo unos minutos. Entonces, año tras año, yo me daba el berrinche más grande del mundo.

Esa noche los músicos daban la última vuelta al pueblo, la gente cantaba el “Cheli te quiero” y a una “Dorotea” que se iba a casar; los oía desde la cama, ya era tarde.

El jueves, al mediodía, los tres maletillas que aún quedaban en el pueblo se despidieron de “Mariano el de las vacas”, llevaban años durmiendo en su pajar y comiendo, muchos días, en su mesa. Le prometieron volver y éste se comprometió a guardarles el “hotel”. Fui con ellos hasta el puente, les oí decir que iban a un pueblo de Madrid en el que había fiestas y tenían toros, quizás allí hubiera alguien “importante” que les contratara y les hiciera debutar de luces.

Volví a la plaza, tres manchas de sangre seca y una de ceniza -de la mayor hoguera del mundo- era lo que quedaba de las fiestas. ¡Qué lento iba el tiempo entonces! Había que esperar un año para empezar de nuevo, pero una y otra vez llegaban.

El desorden de la capea pura y dura -donde se hicieron muchos de los grandes- se quedó grabado para siempre en mi memoria. Por entonces sus días se estaban acabando, capeas y maletillas tendrían que competir con las Escuelas Taurinas y con muchos de los “pegapases” que estas facturan, “figuras” -una mayoría- de paso atrás y pico delante.

Cada año llegaban menos maletillas, hasta que un año no lo hizo ninguno. Yo los esperé… y ya no han vuelto.