El primer signo de la cercanía de las fiestas era la aparición de los tablones y pilares que iban a formar la plaza de toros y el recorrido del encierro. Solía ocurrir una semana antes del día señalado para el chupinazo. Esa semana para nosotros, los niños, ya eran días de fiesta. De repente, con urgencia, aparecían las astas que algunos padres habían comprado a sus hijos en la subasta de despojos de años anteriores y que durante casi un año habían permanecido olvidadas en algún rincón de la casa. Olían a podrido, pero era el juguete más deseado en aquellos momentos por todos nosotros. En la plaza, entre los tablones amontonados en el suelo, se formaban varias capeas a la vez, tantas como cornamentas había. Capas, muletas y trebejos para torear no faltaban: las batas de la escuela, las chaquetas, los pañuelos, un par de palos que hacían de banderillas, o servían para estaquillador y estoque… y venga toros.
A lo largo de la semana los operarios del ayuntamiento iban colocando cada tabla en su sitio para formar el esqueleto de la plaza. Luego, después de la subasta pública de los pilares, que era el espacio que compraban las peñas para montar sus tablados, la plaza se convertía en un hervidero. En un par de días había que dejarlo todo listo, si fuera posible antes del chupinazo del sábado, y todos los peñistas, con sus respectivos padres, tíos y abuelos, se ponían manos a la obra y, de golpe, se convertían en ingenieros, albañiles o carpinteros… Trasformar la plaza mayor del pueblo en plaza de toros se convertía en una urgente tarea colectiva: Carros, tableros, bidones llenos de tierra, puertas viejas, andamios, maderos, tablones, cuerdas, alambre, clavos, martillos, tenazas, sierras… y un trajinar constante de gente trayendo o llevando las más variopintas cosas y, todo ello, en medio de un griterío ensordecedor, acompañado por el ritmo intermitente de los martillazos y regado abundantemente con los primeros tragos.
Los toros eran el eje de la fiesta: desde el viaje para ir a comprarlos, punto de arranque del trabajo de la comisión de festejos que concluía en las fiestas patronales de la primera semana de octubre; o el trabajo para transformar la plaza, colectivo y desinteresado, donde cada uno aportaba sus mañas y conocimientos; o la ansiedad y curiosidad que iba creciendo conforme se acercaba la fecha y la hora de la llegada de los toros, y que sólo se calmaba cuando, de boca en boca, se corría la voz de que ya había llegada el ganado. A los toros entonces ya los traían en un camión, durante la madrugada del lunes, para ser corridos en el encierro al amanecer. La noche del lunes, en espera de la suelta de los toros, se perdía, no se dormía -los niños sí nos íbamos a la cama, pero con la firme promesa de que nos despertaran para el encierro, además mi casa estaba situada dentro del recorrido, con un balcón y una ventana en el granero que daban a la calle-. De madrugada, después del baile, se recenaba en las peñas, para recuperar fuerzas, y se daban los últimos tragos para combatir el frío o reunir el valor suficiente para correr delante de los toros. A las 8 en punto de la mañana, con los balcones, barreras y tablados llenos de mujeres y niños somnolientos y muertos de frío, se lanzaba el cohete que anunciaba la suelta de los toros.
Según me contaron los que lo vivieron, hasta finales de los años cuarenta los toros venían andando por el barranco de “El Juncal”, o por “Piedrabuena”. En aquellos tiempos solían ser tres toros, que correspondían a los kilos de carne que se habían comprometido a comprar los vecinos del pueblo. Los despojos de los animales eran subastados al día siguiente de su sacrificio en el salón de actos del ayuntamiento. Esta práctica llegó hasta la época de mi infancia y aún recuerdo con nitidez la escena, los despojos -cuernos, corazón, testículos, patas, morro, hígado, vejiga, aparato reproductor…- depositados en baldes en el salón de plenos del ayuntamiento; al lado del balde repleto de despojos, un encargado de mostrar la pieza subastada; en la mesa presidencial, con martillo en mano, el subastador y el salón lleno de compradores y curiosos. Que decir que para los niños el trofeo más preciado eran los cuernos, pero también eran los más solicitados y, por lo tanto, lo más caro y, en aquellos tiempos, no es que sobrara el dinero. Pero lo más curioso de la sesión eran los piques entre los compradores para quedarse con alguna víscera de su gusto, a veces ocurría que a unos les costaba más cara de lo normal, o bien, otros, por pasarse de listos y no parar a tiempo, se quedaban con una pieza que no querían y que, además, les había costado una buena cantidad de dinero.
El lunes por la tarde era el primer día de toros y, a su reclamo, además de maletillas que llegaban de los sitios más inverosímiles, acudían forasteros de los pueblos de alrededor, amigos y familiares, que en su día habían sido anfitriones en sus respectivas fiestas patronales. Era, sin duda, el día del año que más gente había en el pueblo. El jolgorio era grande, pero mayor era la expectación que se apoderaba de la gente que abarrotaba los tablados, tanto arriba como debajo, los balcones y ventanas que daban a la plaza y los más valientes que esperaban en el improvisado ruedo. El toro que se mataba ese día era el de mejor presencia de los comprados, y en el juego que ofreciera en la plaza se jugaba el honor de los breanos y el renombre de las Fiestas de su pueblo: Brea de Aragón.
A lo largo de la semana los operarios del ayuntamiento iban colocando cada tabla en su sitio para formar el esqueleto de la plaza. Luego, después de la subasta pública de los pilares, que era el espacio que compraban las peñas para montar sus tablados, la plaza se convertía en un hervidero. En un par de días había que dejarlo todo listo, si fuera posible antes del chupinazo del sábado, y todos los peñistas, con sus respectivos padres, tíos y abuelos, se ponían manos a la obra y, de golpe, se convertían en ingenieros, albañiles o carpinteros… Trasformar la plaza mayor del pueblo en plaza de toros se convertía en una urgente tarea colectiva: Carros, tableros, bidones llenos de tierra, puertas viejas, andamios, maderos, tablones, cuerdas, alambre, clavos, martillos, tenazas, sierras… y un trajinar constante de gente trayendo o llevando las más variopintas cosas y, todo ello, en medio de un griterío ensordecedor, acompañado por el ritmo intermitente de los martillazos y regado abundantemente con los primeros tragos.
Los toros eran el eje de la fiesta: desde el viaje para ir a comprarlos, punto de arranque del trabajo de la comisión de festejos que concluía en las fiestas patronales de la primera semana de octubre; o el trabajo para transformar la plaza, colectivo y desinteresado, donde cada uno aportaba sus mañas y conocimientos; o la ansiedad y curiosidad que iba creciendo conforme se acercaba la fecha y la hora de la llegada de los toros, y que sólo se calmaba cuando, de boca en boca, se corría la voz de que ya había llegada el ganado. A los toros entonces ya los traían en un camión, durante la madrugada del lunes, para ser corridos en el encierro al amanecer. La noche del lunes, en espera de la suelta de los toros, se perdía, no se dormía -los niños sí nos íbamos a la cama, pero con la firme promesa de que nos despertaran para el encierro, además mi casa estaba situada dentro del recorrido, con un balcón y una ventana en el granero que daban a la calle-. De madrugada, después del baile, se recenaba en las peñas, para recuperar fuerzas, y se daban los últimos tragos para combatir el frío o reunir el valor suficiente para correr delante de los toros. A las 8 en punto de la mañana, con los balcones, barreras y tablados llenos de mujeres y niños somnolientos y muertos de frío, se lanzaba el cohete que anunciaba la suelta de los toros.
Según me contaron los que lo vivieron, hasta finales de los años cuarenta los toros venían andando por el barranco de “El Juncal”, o por “Piedrabuena”. En aquellos tiempos solían ser tres toros, que correspondían a los kilos de carne que se habían comprometido a comprar los vecinos del pueblo. Los despojos de los animales eran subastados al día siguiente de su sacrificio en el salón de actos del ayuntamiento. Esta práctica llegó hasta la época de mi infancia y aún recuerdo con nitidez la escena, los despojos -cuernos, corazón, testículos, patas, morro, hígado, vejiga, aparato reproductor…- depositados en baldes en el salón de plenos del ayuntamiento; al lado del balde repleto de despojos, un encargado de mostrar la pieza subastada; en la mesa presidencial, con martillo en mano, el subastador y el salón lleno de compradores y curiosos. Que decir que para los niños el trofeo más preciado eran los cuernos, pero también eran los más solicitados y, por lo tanto, lo más caro y, en aquellos tiempos, no es que sobrara el dinero. Pero lo más curioso de la sesión eran los piques entre los compradores para quedarse con alguna víscera de su gusto, a veces ocurría que a unos les costaba más cara de lo normal, o bien, otros, por pasarse de listos y no parar a tiempo, se quedaban con una pieza que no querían y que, además, les había costado una buena cantidad de dinero.
El lunes por la tarde era el primer día de toros y, a su reclamo, además de maletillas que llegaban de los sitios más inverosímiles, acudían forasteros de los pueblos de alrededor, amigos y familiares, que en su día habían sido anfitriones en sus respectivas fiestas patronales. Era, sin duda, el día del año que más gente había en el pueblo. El jolgorio era grande, pero mayor era la expectación que se apoderaba de la gente que abarrotaba los tablados, tanto arriba como debajo, los balcones y ventanas que daban a la plaza y los más valientes que esperaban en el improvisado ruedo. El toro que se mataba ese día era el de mejor presencia de los comprados, y en el juego que ofreciera en la plaza se jugaba el honor de los breanos y el renombre de las Fiestas de su pueblo: Brea de Aragón.
Qué bella descripción. Yo también me acuerdo de ello. ¿Tiene algo que ver Antonio en esta historia?
ResponderEliminarUn abrazo desde Suiza
Miguel
Poco, un par de datos, los referentes a la llega de los toros andando y la cantidad de toros comprados en relación con la carne que se comprometían a comprar los vecinos. El resto son recuerdos míos, ante la llegada de las fiestas se hicieron presentes en mi memoria.
ResponderEliminarSalud.
Mariano
PARA CUANDO SON LAS CAPEAS DE BREAS DE ARAGON.
ResponderEliminarSUELTAN NOVILLOS LIMPIOS
GRACIAS RAYITO