La que durante más de dos siglos ha sido la suerte fundamental de la tauromaquia; la que situaba en los carteles a los picadores al mismo nivel que los propios matadores; la que a lo largo de la historia ha servido para calibrar la bravura y el poder de los toros, para ahormarlos y corregir los problemas que pudieran presentar de cara al tercio final; la que orientaba a los ganaderos en la selección de su ganado; la que provocaba momentos de máxima belleza y emoción en aficionados y espectadores; sobra. Es una suerte sentenciada, condenada a la desaparición.
“El toro no es un animal para nosotros; es muchísimo más: un símbolo, un tótem, una aspiración, una eucaristía con los de alrededor y los antepasados. Al toro lo pulimos, lo alimentamos, lo sacralizamos, lo picamos, lo banderilleamos, lo matamos, lo aplaudimos o pitamos tras su muerte, lo descuartizamos, nos lo comemos y lo poetizamos y lo pintamos y lo musicamos. Quítese el toro de aquí y veremos qué queda. ¿Nos reconoceríamos sin la pasión en su pro o en su contra?” Antonio Gala
viernes, 29 de febrero de 2008
La suerte de varas en la crítica taurina actual
Motivado por la lectura del documento recientemente publicado en el Blog del Manifiesto, “La suerte de varas es el eje de la lidia”, he realizado una comprobación del tratamiento informativo que esta recibiendo esta suerte, basándome en las crónicas de las primeras corridas de la Feria de Castellón, por parte de los principales profesionales del periodismo taurino y, aunque sospechaba que iba a ser muy poco el espacio dedicado a ello, he podido comprobar que, aún partiendo de esa premisa, estaba equivocado, pues no dedican ni una sola línea, ni una, a este tema, es algo totalmente ignorado, es como si la suerte de varas no existiese.
La que durante más de dos siglos ha sido la suerte fundamental de la tauromaquia; la que situaba en los carteles a los picadores al mismo nivel que los propios matadores; la que a lo largo de la historia ha servido para calibrar la bravura y el poder de los toros, para ahormarlos y corregir los problemas que pudieran presentar de cara al tercio final; la que orientaba a los ganaderos en la selección de su ganado; la que provocaba momentos de máxima belleza y emoción en aficionados y espectadores; sobra. Es una suerte sentenciada, condenada a la desaparición.
Los aficionados poco podemos hacer para remediar esta situación, porque además de pocos, somos maltratados y vilipendiados por los profesionales del taurinismo y sus voceros mediáticos, ignorados por las autoridades que deberían velar por su correcto desarrollo y, por si fuera poco, despreciados por los espectadores de feria que cubren los tendidos en la actualidad y que, con el coco comido por el marketing y las campañas publicitarias, ni saben de su grandeza pasada, ni les importa. Solo nos queda levantar la voz, denunciar su deterioro, exigir su revitalización, explicar su historia y su importancia, su belleza y la emoción que conlleva y si, por casualidad, un día podemos contemplar una suerte de varas digna y acorde con los cánones que deberían regir su práctica, aplaudirla y ponerla como ejemplo. Poca cosa es, pero menos es nada.
La que durante más de dos siglos ha sido la suerte fundamental de la tauromaquia; la que situaba en los carteles a los picadores al mismo nivel que los propios matadores; la que a lo largo de la historia ha servido para calibrar la bravura y el poder de los toros, para ahormarlos y corregir los problemas que pudieran presentar de cara al tercio final; la que orientaba a los ganaderos en la selección de su ganado; la que provocaba momentos de máxima belleza y emoción en aficionados y espectadores; sobra. Es una suerte sentenciada, condenada a la desaparición.
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