Esta es una pregunta que se me pasa por la cabeza muchas veces. Es una pregunta que tiene que ver con la con la propia coherencia personal y que exige explicaciones sobre la arbitrariedad que supone acudir a un espectáculo que nada, o muy poco, tiene que ver con la idea que tengo de él. La Fiesta a la que me aficioné leyendo y viendo las fotos de las revista taurinas de mi abuelo, o escuchando de su boca las historias y proezas de Bombita o Machaquito; la Fiesta que empecé a comprender con mi padre y sus amigos en remotas novilladas y becerradas nocturnas; la Fiesta que me emocionó y levantó pasiones enfrentadas con otros aficionados por toros o toreros; esa Fiesta que motivo mi afición ya no se parece en nada a la de ahora. Es más, es casi su antítesis. Pero a pesar de esta palpable realidad sigo acudiendo a los toros. ¿Por qué?
Quizás sea por causa de la feria tan horrorosa que estamos padeciendo este año. Cuando ya estamos al final de la misma, a falta solamente de la corrida de Miura, ya podemos decir claramente que ha sido un mayúsculo tostón. Pero ya habrá momento de entrar sobre ello con más detenimiento, porque aún influyendo, y mucho, esta desastrosa feria en la necesidad de encontrar una respuesta, la pregunta se remonta a otros momentos, a otras situaciones, a otras actitudes y a una percepción global de las nuevas formas que pretender consolidarse en todo el tinglado mercantil que se asienta en la Fiesta misma y en sus alrededores. Tienen que existir otros motivos que me hagan mantener un hilo de ilusión, una remota esperanza, una lejana posibilidad de volver a sentir por mi cuerpo la maravillosa emoción del toreo que alguna vez, y en distintas circunstancias, he sentido.
Ya prácticamente no creo en la regeneración de la Fiesta hacia lo que yo entiendo como Fiesta. Lo considero una batalla prácticamente perdida porque de este simulacro que ahora nos proponen no se puede ir hacia ninguna regeneración. La consecución de los objetivos de los taurinos del momento pasan por borrar la imagen del pasado, la memoria histórica de la Fiesta y velar por mantener sus valores eternos. Es preciso enterrar el pasado para poder construir un nuevo presente a la medida de esta época, porque ahora, ni el toro, ni los toreros son como deberían de ser. Si hace 20 años había un buen puñado de ganaderías que conservaban una identidad propia, y un número considerable de toreros que estaban formados en el toreo clásico y trataban de ser fieles a esa concepción, ahora no quedan ni lo uno ni lo otro. Acaso un par de ganaderías y otros tantos toreros que, por lo general, nunca suelen coincidir en los carteles. Para que la cosa cambiase radicalmente tendría que haber un cataclismo y volver a empezar casi desde cero. Algo quimérico o, cuando menos, a largísimo plazo.
Pocas razones van quedando para justificar la presencia en un espectáculo tan alejado y distinto del que me aficioné. Tan solo pequeñas pinceladas que, en determinados y escasos momentos, recuerdan y traen a la memoria viejos recuerdos, o te hacen sentir la emoción perdida, o la belleza de un lance: un toro… un torero… una tanda… una vara… Demasiado poco para seguir alimentando una afición como esta y, a pesar de las reiteradas desilusiones una tarde tras otra, sigo acudiendo a la plaza con una chispa de ilusión que se agarra desesperadamente a una última posibilidad, a un nuevo milagro. ¿Qué tendrá esta maldita afición que todavía me lleva a las corridas de toros?
La última razón que me queda para justificar este sin sentido de asistir a un espectáculo tan diferente del que a mi me gusta, aunque de otra índole que las anteriores, y que quizás sea la que más influya en mi decisión de seguir acudiendo a la plaza, sean las personas con las que comparto afición. Porque las personas que asistimos a los toros somos la razón de ser fundamental de esta Fiesta, no en balde somos para quién se organiza y los que pagamos por ello. A pesar de la ínfima calidad del espectáculo actual, acudir a la plaza significa encontrarte con los amigos con los que compartes afición, pasar la tarde, charlar un rato, hacer unas risas y si, por casualidad, en un momento determinado ocurre algo en el ruedo, cosa más rara y difícil cada día, hacer un mismo ejercicio de comprensión, analizar desde la subjetividad de cada uno lo visto, coincidir o discrepar... y poco más. Porque según y como esta hoy en día esta Fiesta, casi nada se puede esperar. Aunque no sea una respuesta convincente, porque con lo amigos puedes estar en la plaza o fuera de ella, es la que más peso tiene.
Aunque siempre puede darse el caso extraordinario. El milagro cada vez más difícil de producirse. A veces un retazo, una imagen en la retina... De las corridas de la Feria de este año que yo he presenciado me quedo, hasta el momento, con dos series ligadas, templadas y profundas Manzanares, aunque el toro era del tipo comercial al uso y dejaba bastante que desear. Pero el fenómeno más importante de la temporada, quizás porque hacía mucho que no se veía una cosa así, fue la faena de Luís Francisco Esplá, en Madrid, al toro “Beato” de Victoriano del Río. Me alegro, y siento envidia, de los que lo presenciaron en directo. Yo, desde la frialdad de la tele, sentí una emoción que hace mucho que no siento en ninguna plaza. La medida de lo excepcional del triunfo fue la novedad de lo clásico, del toreo eterno, y la comprobación del triunfo arrollador estuvo en que, en una plaza tan dispar con “Las Ventas”, todos los espectadores, aficionados y legos, se pusieron de acuerdo y, todos a la vez, se volvieron locos. Aunque sea remota la esperanza, y como última razón, aún queda la chispa de la Fiesta que a mí me gusta en acontecimientos como éste y en pequeños detalles aislados que pueden surgir cualquier tarde en cualquier corrida.
En estas pocas razones se afirma todavía mi afición. Quizás no sean muy convincentes y la pregunta que titula este artículo se me presente cada vez con más frecuencia e insistencia entre mis pensamientos, quizás mi ya débil esperanza adelgace todavía más con la cruda realidad de la Fiesta actual, quizás sea una forma de cerrar los ojos y justificar lo injustificable pero, de momento, estas débiles razones siguen conduciendome a las plazas de toros.
“El toro no es un animal para nosotros; es muchísimo más: un símbolo, un tótem, una aspiración, una eucaristía con los de alrededor y los antepasados. Al toro lo pulimos, lo alimentamos, lo sacralizamos, lo picamos, lo banderilleamos, lo matamos, lo aplaudimos o pitamos tras su muerte, lo descuartizamos, nos lo comemos y lo poetizamos y lo pintamos y lo musicamos. Quítese el toro de aquí y veremos qué queda. ¿Nos reconoceríamos sin la pasión en su pro o en su contra?” Antonio Gala
sábado, 17 de octubre de 2009
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