Nicanor Villalta fue uno de los “Juguetes rotos” que retrató Manolo Summers en la película del mismo nombre que dirigió y que se estrenó el 1 de enero de 1966. Con guión del periodista Tico Medina refleja la situación en la que se encuentran algunos personajes que en otras épocas fueron centro de la máxima popularidad y que en ese momento han caido en el olvido. Es el caso de nuestro protagonista, que ha día de hoy, y en medio del triunfalismo en el que se desarrolla la Fiesta de los Toros en la actualidad, todavía sigue siendo el torero al que más orejas le han sido concedidas en la plaza de Madrid.
Nicanor, a sus 68 años -como el mismo dice en el brindis que hace en la película- mata el último toro de su vida en una plaza, la de “Las Ventas” de Madrid, escenario antaño de sus grandes triunfos, completamente vacía. Antes, en los poco más de siete minutos que dura la secuencia en la que aparece, y mientras se viste por última vez con el traje de luces, cuenta sucintamente como la vida y los negocios no le han sido del todo favorables y vive modestamente. Aún transcurrirían 15 años más hasta el momento de su muerte que le sobrevino, en Madrid, en 1980. Pero con la vida de nuestro protagonista podría hacerse no una película sino toda una serie por la cantidad de situaciones, no sólo taurinas, y momentos de cambios históricos de gran trascendencia por los que pasó. No es que vayamos a extendernos en un relato prolijo de su existencia en este artículo, pero si dejar constancia de algunas situaciones que vivió.
Nicanor Villalta Serres nació un 20 de noviembre de 1897 en Cretas, un pequeño pueblo del Maestrazgo turolense. A los pocos años marchó con su familia, en busca de mejores horizontes, a Méjico. Fue aquí en donde le picó el gusanillo de los toros y donde hizo sus primeras escapadas para torear. No les iban mal las cosas cuando estalló la revolución y, lo que fue más doloroso, murió su madre. Cuando las cosas se fueron complicando con la nueva situación que vivía la nación mejicana, y tuvieron una oportunidad, lo dejaron todo y marcharon hacia Cuba. En la isla caribeña trabajaron hasta la extenuación en la zafra del azúcar durante un par de años y, cuando se calmaron un poco las aguas revolucionarias, volvieron a Distrito Federal, en donde se había quedado una hermana que allí se había casado, y se había levantado la prohibición de la corridas de toros que había impuesto el gobierno de Carranza. Fue entonces cuando empezó a tomarse más en serio la posibilidad de ser torero e intervino en algunos festejos.
Con su vuelta a España, y después de unos difíciles comienzos, tomó la alternativa en el año 1922, en San Sebastián, y logró ganarse, y mantener, un puesto entre los matadores de primera fila en esa época en la que competían un buen puñado de toreros y a la que se conoce como edad de plata del toreo, que va desde la muerte de Joselito hasta el comienzo de la Guerra Civil. Villalta, según cuentan los cronistas de la época, era un torero pundonoroso y honrado a carta cabal que nunca dejaba ganarse la pelea en el ruedo y un gran, si no el mejor, estoqueador. Esto le llevó a ser uno de los diestros imprescindibles en todas las plazas de toros, sobre todo en las de Madrid y Barcelona, -llegó ha ser conocido como el expreso Madrid-Barcelona por la multitud de viajes que realizaba entre las dos ciudades para torear- y ha ser querido en todas las plazas en las que toreaba. Quizás por eso mismo fue objeto del veto por parte de algunas figuras del momento que, por la entrega del diestro aragonés, rehusaban anunciarse con él en los carteles. No obstante consiguió el reconocimiento de la afición y una buena situación económica que le auguraba un buen futuro, tanto que pensaba en la retirada en el año 1936, pues ese año se había casado y estaba esperando el nacimiento de su primer y único hijo.
Pero una nueva fatalidad, la guerra civil española, cambio el rumbo de la vida de Nicanor. Acusado de fascista por el portero de una finca de su propiedad, en la glorieta de Álvarez de Castro de Madrid, fue perseguido por las milicias armadas y tuvo que huir de su hogar y permanecer escondido en un zulo, en condiciones miserables, durante los tres años que duró la contienda y el asedio de Madrid. En esas circunstancias nació su único hijo, al que apenas vio durante todo ese tiempo y cuando terminó la guerra se encontraba en la miseria, por lo que tuvo que volver a los ruedos en el año 1939. Durante cuatro años, en los que volvió a situarse lo más alto del escalafón, siguió en los ruedos, hasta su definitiva retirada, el 17 de octubre de 1943, en la plaza de “La Misericordia” de Zaragoza.
Saneada su situación económica estableció un negocio de hostelería que en principio le fue bien pero que, por diversas circunstancias en las que no nos vamos a extender, tuvo que traspasar. Apoderó a varios novilleros que no pasaron de eso y fue empresario de la plaza de Toledo durante más de 30 años. A esto se unió la delicada salud de su hijo Niqui-Luis que le hizo gastar gran parte de sus ahorros en médicos y operaciones que lograron, al menos, que su hijo pudiera salir adelante. Esto le llevó, de nuevo, a una difícil situación económica. Fue durante muchos años asesor taurino de la presidencia en la plaza de Madrid y mató su último toro en la película que nos ocupa y que recogen las imágenes que mostramos al final de este artículo. En la década de los setenta vivió en casa de sus hermanas Delfina y Marina, en la calle Hermanos Miralles, 36 (hoy General Díez Porlier) y en casa de su hijo, en Comandante Fortea, 35, ya que dejó de vivir los últimos años de su vida en Alonso Cano -en cuyo portal hay una placa que le recuerda- porque Josefina, su mujer, muy deteriorada psíquicamente, le hacía blanco de todos sus desengaños en los postreros años de su matrimonio.
Nicanor Villalta Serres, uno de los “juguetes rotos” que retrata Manolo Summers en su película, golpeado varias veces por el infortunio, supo reponerse de los diferentes contratiempos que le produjo la vida y mantuvo su nobleza y su franqueza, cosa que le reportó numerosos sinsabores a lo largo de toda sus existencia, hasta el día de su muerte cuando contaba 83 años de edad.
“El toro no es un animal para nosotros; es muchísimo más: un símbolo, un tótem, una aspiración, una eucaristía con los de alrededor y los antepasados. Al toro lo pulimos, lo alimentamos, lo sacralizamos, lo picamos, lo banderilleamos, lo matamos, lo aplaudimos o pitamos tras su muerte, lo descuartizamos, nos lo comemos y lo poetizamos y lo pintamos y lo musicamos. Quítese el toro de aquí y veremos qué queda. ¿Nos reconoceríamos sin la pasión en su pro o en su contra?” Antonio Gala
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