Según el diccionario de la lengua la emoción produce una “alteración del ánimo intensa y pasajera, agradable o penosa, que va acompañada de cierta conmoción somática”. La situación emocional a la que te lleva esa conmoción somática, una vez que la has vivido, es la que produce la adicción a algo, en este caso, a los festejos taurinos. En esa conmoción somática es donde se asientan los cimientos más profundos de la afición taurina, los que llevan al aficionado ha buscar en cada festejo el encuentro propiciatorio, las bases precisas -que no son otras que un toro y un torero frente a frente- para que salte la chispa de la emoción y poder sentir de nuevo esa alteración del ánimo intensa y pasajera que en otras ocasiones ya ha vivido y que es la causa del peregrinar del aficionado por las plazas de toros.
Pero en la misma definición que nos trae el diccionario van implícitos dos tipos de emoción, agradable o penosa. Partiendo de esta diferencia, y trasladándola a la fiesta de los toros, podemos distinguir dos situaciones emocionales totalmente distintas que se pueden dar en el ruedo: la producida por una situación de angustia ante el peligro inminente que se palpa, bien por la condición del toro o por las carencias del torero, que es la que pondríamos en el lado de la alteración de ánimo penosa; o la producida por una situación de mando y dominio del torero sobre el toro, que es la que abre la puerta a la posibilidad de sentir una vez más esa alteración de ánimo agradable que es la que reportar contemplar el arte del toreo, con todos sus componentes, en su máxima expresión.
La emoción, si sale un toro con trapío y poder, un toro que dé miedo, está presente en la plaza desde el primer momento. Que esa emoción se encamine en una u otra dirección, agradable o penosa, dependerá de las condiciones del toro y de la labor más o menos acertada del torero de turno. Cuando el poder del toro es reducido por medio de una lidia correcta y el dominio del torero se plasma en una faena artística -redonda, se suele decir en el argot taurino- es cuando aparece esa conmoción somática agradable que nos hace adictos a los aficionados y a cualquiera que lo vea. Ese es el mayor poder de difusión de la “Fiesta de los Toros”, la contemplación del toreo en estado puro, lo que, por desgracia, tan pocas veces ocurre en la actualidad y que, cuando sucede, se convierte en todo un acontecimiento. Ocurrió hace poco más de un mes en la plaza de “Las Ventas” de Madrid cuando Luis Francisco Esplá explicó el toreo en su toro de despedida. Todos, aficionados y espectadores, atrapados por esa conmoción somática agradable, se pusieron de acuerdo -tanto los que habían pedido orejas arbitrariamente en los días anteriores, como los que las habían protestado- y todos se volvieron locos. Se vivió un triunfo como ningún día anterior, ni en los últimos años, se había producido. Y todo este revuelo por el simple hecho de haber visto torear a un torero un toro de verdad.
Pero para que esta emoción agradable se produzca son imprescindibles, tanto el toro íntegro, como el torero con conocimientos suficientes para plantarle cara y salir victorioso. Esa seguridad del diestro, ese conocimiento, ese dominio de la situación es lo que hace que entre los espectadores se difumine el miedo y se alborote el ánimo ante la posibilidad de ver, una vez más, torear. En cambio para el otro tipo de emoción que se puede dar en una plaza de toros, la que el diccionario denomina como penosa, no es necesario: ni que el toro dé miedo, ni que el torero domine las reglas de la lidia. Este tipo de alteración de ánimo, que podríamos denominar emoción del miedo, se puede ver con frecuencia en las plazas de toros, es más común hoy en día, pues son muchos los diestros que la utilizan y que recurren a ella. Pero en este punto hay que hacer una nueva división: la emoción del miedo que produce en los tendidos un toro con toda la barba ante un torero al que se ve falto de recursos; o el de un toro, como el que mayormente sale en la actualidad, sin poder, parado, sin casta, ni nada de lo que tiene que tener un toro, y con el que la única posibilidad de crear emoción, de captar la atención del público, la tiene que poner el matador, esos especialistas en ese tipo de tauromaquia encimista que vulgarmente se denomina como “arrimón”. Los unos merecen el mayor respeto por aceptar el reto de enfrentarse a un serio enemigo, los otros el mérito de intentar poner lo que no tiene el toro. Un dato curioso es que unos y otros están claramente separados en el escalafón de actuaciones, los del toro “fofo” hacen el paseíllo muchas tardes, mientras que los otros, los del toro íntegro, casi ninguna, y cuando lo hacen se suelen jugar el todo por el todo a una sola carta, como hizo Israel Lancho en la corrida de los “Palha” en Madrid.
El problema se plantea cuando se pretende hacer pasar esa tauromaquia del miedo, que practican algunos de los más cotizados matadores del escalafón, por el auténtico arte de torear. Podemos hablar del valor, de la quietud, de la entrega, del sacrificio del cuerpo -cada tarde y ante cada enemigo- como prueba de compromiso y profesionalidad del diestro, pero eso no es torear y por ese camino, el del riesgo, no se puede alcanzar esa alteración de ánimo agradable que, en el fondo, busca todo aficionado. Si hablamos del arte del toreo debemos valorar otros conceptos que deben sumarse a los anteriores y, por supuesto, al de un toro en su total integridad y poder, como son el conocimiento, la técnica, el dominio, la pureza en la ejecución de las diferentes suertes y -como colofón y agente prioritario de la posible conmoción somática que nos define el diccionario- la creación de arte, que no es otra cosa que el dominio y mando sobre el toro de una forma armoniosa y elegante. Los enganchones continuos, la repetidas volteretas, los medios pases, la cabezonería de mantenerse quieto e impávido en un sitio aunque no sea el más adecuado para engendrar el pase, aunque a veces se consigan momentos destacables, son signos que demuestran carencias técnicas o, por las razones que sean, falta de concentración. Muchas de estas cosas ocurrieron en la famosa corrida en solitario de José Tomás en la plaza de Barcelona de este año y que algunos, como tantas veces han pretendido hacer con otros fenómenos de otras épocas, pretender vendernos como el paradigma del arte de torear.
Es por eso que ha que poner cada cosa en su sitio. No podemos negar que las actuaciones del diestro de Galapagar llevan a los tendidos emoción, pero es una emoción angustiosa más pendiente de la cogida del matador que de la calidad artística de las suertes que realiza. En cambio, cuando se torea como lo hizo Luis Francisco Esplá en su corrida de despedida de la plaza de Madrid, el miedo se ausenta del ruedo y da paso a la euforia, a la locura de todos los presentes, a esa conmoción somática que altera intensamente el ánimo de forma agradable, tanto de los espectadores como de los aficionados, e incluso - y teniendo en cuenta la distancia y subjetividad del medio- de los televidentes. Esa es la gran diferencia y la gran fuerza del toreo, cuando ya nadie lo esperaba salió al ruedo un toro como debe ser un toro y un torero, con conocimiento y torería, simplemente lo toreó. Ese es el auténtico milagro del toreo, y su más firme valedor, el que es capaz de poner a todo el mundo de acuerdo en unas décimas de segundo y volver la plaza entera boca abajo.
“El toro no es un animal para nosotros; es muchísimo más: un símbolo, un tótem, una aspiración, una eucaristía con los de alrededor y los antepasados. Al toro lo pulimos, lo alimentamos, lo sacralizamos, lo picamos, lo banderilleamos, lo matamos, lo aplaudimos o pitamos tras su muerte, lo descuartizamos, nos lo comemos y lo poetizamos y lo pintamos y lo musicamos. Quítese el toro de aquí y veremos qué queda. ¿Nos reconoceríamos sin la pasión en su pro o en su contra?” Antonio Gala
jueves, 16 de julio de 2009
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