Pero… ¿Qué es lo que sucedió ese día?, se preguntaran ustedes, con la impaciencia característica de estos tiempos, por la largura de este preámbulo. No les falta razón, pero confió en que sabrán perdonar los rodeos de mi circunlocución, estoy tan sola durante tanto tiempo y, además, con la degradación de la Fiesta en esta época, añoró tanto los tiempos pasados que, cuando pongo en marcha la máquina de recordar, me pierdo por los recovecos la memoria y me dejo llevar por las sensaciones vividas, pero… vayamos al grano, porque su paciencia estará llegando al límite y no es cosa que después de llegar hasta aquí desistan de conocer el final de esta historia.
Como cada año, en la primera parte de la temporada, se anunció la tradicional Corrida de Beneficencia y, aunque todos los años se ofrecía un buen cartel, el de este era redondo, por la calidad y por la oportunidad, pues era el primero de la competencia que se estableció entre Luis Miguel Dominguín y Antonio Ordóñez esa temporada y que, de forma algo novelesca, llegó a denominarse “verano sangriento”. Como se pueden imaginar fue todo un acontecimiento en el planeta de los toros, una nueva competencia, como la de Joselito y Belmonte; unos recelaban y veían un montaje, un simple negocio; otros se creían trasportados a los días gloriosos de “la edad de oro del toreo”. La expectación, en los días anteriores a la corrida, era tremenda, y todos; famosos, artistas, políticos, mujeres, periodistas, escritores, aficionados y espectadores en general, querían acceder a mis tendidos para ser testigos del primer duelo en donde se jugaban el cetro del toreo dos cuñados que aspiraban al número uno, el consagrado hermano y el novel esposo de Carmina.
¡Sí…! Claro que voy a hablar de la corrida… aunque fue una pena que el juego del ganado desluciera tan esperado festejo y, como en tantas tardes de expectación, volviéramos a entonar esa popular misma que dice:
"Ya lo dijo Pepe Moros,
uno que trafica en cueros:
cuando hay toros no hay toreros,
cuando hay toreros no hay toros”.
uno que trafica en cueros:
cuando hay toros no hay toreros,
cuando hay toreros no hay toros”.
Pues eso, a los toros de Arellano les faltó casta. Casta y sanidad. Muy flojos de manos, acusaron síntomas de glosopeda, pezuñas desprendidas, falta de poder añadida a la falta de bravura; garrochas en alto interrumpiendo el puyazo que el toro no resistía; mala costumbre de lidia moderna que hace posible el escaso toro moderno, porque el picador no debe retirar el palo, que para algo tiene el matador un capote de brega para quitar al toro del peligro del picador, quite a la inversa, y que si siempre me parece mal, esa tarde, con esos toreros, me pareció todavía peor.
Antonio Ordóñez toreó muy bien de capa su primer toro; con el capote torea como los ángeles y tiene elegancia, cosa que no tienen todos, aunque toreen bien, la elegancia es como la espuma del toreo. Con la muleta, a fuerza de buen toreo, le iba sacando al toro la pequeña dosis de bravura que tenía oculta. Muy buena faena, pero al matar se le fue la mano; esto de irse la mano se decía antes; ahora no se dice, porque ese suele ser el camino real de la mano, el de los bajos; cuando se les va la mano es cuando pinchan alto. Le dieron la oreja porque la faena la merecía y la estocada no cuenta. Su segundo toro se le metió por debajo al torear de capa y se le volvió a meter por debajo en la muleta; el toro le hizo unas cosas feas y Ordóñez abrevió; a cosas feas, estocada fea.
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