Cuando "Antoñete" volvió a los ruedos, al comienzo de la década de los ochenta, trajo consigo el toreo puro. Fue un momento clave para el resurgimiento que experimentó la Fiesta de los Toros, casi arrasada por el fenómeno de “El Cordobés” en la década de los sesenta, que expulsó de los ruedos a buena parte de la afición. Los años setenta fueron un duro periodo de transición, los figuras de entonces, toreros que sabían torear, no consiguieron que los que habían abandonado volvieran, ni tampoco arrastrar a nuevos aficionados a los cosos taurinos y los tremendistas e imitadores del de Córdoba, no pasaron de eso, de simples imitadores. Los que seguían acudiendo a las plazas de toros, un mínimo cupo de aficionados cabales que no tenían la fuerza suficiente para imponer el criterio y la cordura del toreo clásico a los restos del aluvión de espectadores aportados por el cordobesísmo y sus formas heterodoxas que seguían buscando en las corridas el tremendismo y la excentricidad del de Córdoba. Fue una década difícil, de resaca, en donde el cemento de los tendidos era el invitado que más espacio ocupaba. En eso llego “Antoñete” con el toreo de siempre por bandera y explicó, ante el toro, lo que es torear.
Muchos no lo habían visto jamás, era la primera vez que veían que torear era eso tan fácil que hacía el veterano maestro madrileño, un hombre ya mayor y no muy sobrado de facultades físicas: encontrar la distancia del toro, citarlo, adelantar la muleta para embarcarlo, cargar la suerte y rematar el pase allá donde la espalda pierde su casto nombre y abajo. Y descubrieron que esa manera de torear, la clásica, la que interpretaba el maestro Chenel, llevaba implícita la bellaza más excelsa y la emoción más intensa. Durante esos gloriosos años de la década de los ochenta, hasta su primera retirada, tuvo la ocasión de explicar varias veces la lección y consiguió que los aficionados veteranos se reconciliaran con el arte del toreo, y que una buena parte de los espectadores que acudían a las corridas en las que se presentaban las condiciones para desarrollar su tauromaquia, y que nunca habían visto torear de esa forma, se aficionaran. Ese fue el gran mérito de “Antoñete”, como los artistas del Renacimiento, que descubrieron en las formas clásicas de la antigüedad el modelo ideal de belleza, y con ello abrieron un nuevo curso para la historia de la humanidad, su torería significó un renacimiento del arte clásico del toreo que se hallaba sepultado bajo los escombros del terremoto que supuso para la Fiesta el fenómeno cordobesista.
Eso queda demostrado en el vídeo enlazado en el apartado "LcbTV", en la columna situada a la izquierda de este artículo. Aunque es opinión generalizada que cuando se visiona una faena en el vídeo pierde intensidad y se ven los defectos, en este caso, y dada la perfección y grandiosidad de los momentos escogidos, los defectos no lo parecen tanto y la belleza de los lances hace que la intensidad siga estando presente. El reportaje, que recoge algunos de los momentos más brillantes de esa época en la que “Antoñete” bordó el toreo en su plaza de “Las Ventas“, está subrayando por la banda sonora de las opiniones de varios escritores y periodistas que explican lo que para ellos significó la irrupción del torero madrileño en el panorama taurino de la década de los ochenta en la que, por un corto espacio de tiempo, el arte de torear remontó el vuelo y muchos vieron por primera vez lo que es torear.
“El toro no es un animal para nosotros; es muchísimo más: un símbolo, un tótem, una aspiración, una eucaristía con los de alrededor y los antepasados. Al toro lo pulimos, lo alimentamos, lo sacralizamos, lo picamos, lo banderilleamos, lo matamos, lo aplaudimos o pitamos tras su muerte, lo descuartizamos, nos lo comemos y lo poetizamos y lo pintamos y lo musicamos. Quítese el toro de aquí y veremos qué queda. ¿Nos reconoceríamos sin la pasión en su pro o en su contra?” Antonio Gala
domingo, 20 de noviembre de 2011
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