Para los aficionados el invierno es una época propicia para la lectura de libros de toros. Por eso, y después de pasados muchos años desde que lo hice por primera vez, acabo de terminar la lectura de “Paseíllo por el Planeta de los Toros”, la obra de don Antonio Díaz-Cañabate, publicada en la colección “Biblioteca básica Salvat de libros RTV”, en el año 1970. Además de recomendar su lectura a los aficionados que no lo hayan hecho todavía, y a los que lo tengan olvidado, como era mi caso, que lo relean, quiero trasladar a este espacio los últimos párrafos que, a modo de conclusión, cierran el libro y que, después de casi 40 años transcurrido desde su aparición, resultan proféticos, porque ya entonces ponían el dedo en la llaga de la “revolución” que se estaba produciendo, que suponian un profundo cambio en la Fiesta de los Toros y, acertadamente, anunciaba los síntomas de los problemas a los que ahora se enfrenta, con mucha más crudeza, esta fiesta descafeinada que nos ha tocado vivir.
“¿Qué será de la fiesta de los toros? Su cambio de rumbo, su honda revolución, que ha barrido las que fueron durante largos años sus especiales características, ¿le permitirán mantenerse con la misma pujanza y beneplácito que hasta ahora? El poder de adivinanza no ha sido dispensado a los humanos. Las multitudes sostenedoras de los espectáculos son muy voltarias. Por el momento, la revolución taurina ha triunfado. Los modos revolucionarios no sólo se han impuesto, sino que se exigen, con escasa tolerancia para con los derrotados que todavía perduran por la fuerza de su antiguo y persistente arraigo. Este ímpetu rebelde y perturbador ha ganado una victoria muy apreciable sobre un elemento de grande importancia: los aficionados, que desde el principio del desarrollo de la fiesta como festejo popular encauzaron el arte de torear por los caminos de la emoción que se desprendía de la peligrosidad del toro. La meta alborotadora de la conmoción padecida se ha encarrilado a la disminución, hasta donde ello sea posible, de esa peligrosidad, a prescindir de la emoción, sustituyéndola por la quisicosa de un juego baladí apoyado en un falso preciosismo recubierto de la carátula engañosa de un remoto riesgo, no mayor que el de cualquier actividad vital, el falaz tremendismo fingidor de hazañas con un animal aborregado.
¿Se podrá mantener esa falacia? El vencimiento de esa afición por lo emocional, ¿es definitivo? ¿El fraude aniquilara a la verdad? ¿Lo frívolo se impondrá a lo serio? La lucha entre estos dos extremos no ha terminado. Un reducido sector de combatientes aún persiste en el apego a lo que estiman la esencia del toreo, el dominio artístico y emotivo de una fiera. Por el momento, este enteco grupo cuenta con un auxilio que, de no sufrir merma su inclinación, puede ser de mucha monta: la autoridad, que cumple con su deber de contener y terminar con las aspiraciones fraudulentas.
Arma muy utilizada por los revolucionarios es la humanización de la fiesta. Otra asimismo muy esgrimida es la del deseo del público de divertirse por las buenas, sin complicaciones derivadas de las dificultades opuestas por el toro fiero con trapío y con edad, que obligan al torero a prescindir de la brillantez, atento sólo al empleo de la técnica dominadora de la dificultades del toro, técnica no lucida, pero si enjundiosa y emocionadora. Se dice, se proclama, se asegura que el público apetece el toro ya dominado antes de salir por el chiquero, por la previa reducción de su nativa fiereza por procedimientos, unos, naturales -la selección- y, otros artificiales -el corte de las puntas de los pitones y la lidia del utrero más o menos adelantado y engordado por una alimentación especial-.
No se puede negar la existencia de ambas corrientes de opinión, fomentadas por una propaganda caudalosa que invalida las razones de una minoría de oponentes. Durantes estos últimos años la masa, ayuna de conocimientos, propagadora de una fiesta frívola basada en el torito sin fiereza y en el torerito sin enjundia y sin arte, pródigo de embelecos al margen del toreo, posibles con el borrego, amanerados por el amaneramiento de un animal privado de su genio, uniformado en la docilidad, ha hecho mangas y capirotes de la fiesta. Los toreros, los ganaderos y las empresas han complacido sus mínimas demandas. Todo es por el instante júbilo y alborozo en las plazas. Los millones de pesetas se reparten a voleo como recompensa a inauditas camelancias chirigoteras.
La cuchufleta es muy inestimable, máxime cuando la chanza incide en la misma gracia. Los graciosos del toreo no se significan por una valiosa inventiva y fantasía. Repiten como tontos del circo los mismos trucos. Y esto es peligroso. Los toreros van muy a gusto en el machito de la comodidad y creen que han descubierto la alquimia de la transmutación del plomo en oro, pero a tanto no llega la propaganda. El plomo de la monotonía gravita sobre la fiesta. Poco a poco deja sentir su peso. Es fatal que poco a poco llegue al aplastamiento.
Confiemos que esta catástrofe no acaezca. Esperemos que la fiesta no se desentienda de su instinto de conservación. Indicios hay de ello en las disposiciones de la autoridad plasmada en la cuestión referente a la edad de los toros, para exigir con garantías los cuatro años cumplidos el cansancio del público, manifestado en un todavía incipiente retraimiento de acudir a las corridas… Nos queda la esperanza de una reacción que vuelva a su ser la lidia de los toros. Y, si esto acontece, el planeta de los toros recobrará buena parte de sus perdidas esencias, que este paseíllo ha pretendido reflejar con la ligereza de una andadura amena, espejo de su pintoresquismo”.
Una vez concluida la lectura del texto de don Antonio Díaz-Cañabate es preciso anotar un par de detalles que, vistos desde el presente, deben tenerse en cuenta y agravan todavía más la situación:
1) El dique de contención que pudiera significar el auxilio de la “autoridad” -que un año antes de la aparición del libro, en 1969, había dictaminado que se marcaran los toros en la paletilla con el número que reflejara el año de su nacimiento, para así evitar el fraude de la lidia de utreros engordados por toros, y eso alimentaba la esperanza del autor- para mantener la integridad y pureza de los festejos está prácticamente destruido.
2) El reducido número de “combatientes” que quedaban en aquel tiempo, hace 39 años, se ha reducido todavía más y se ha visto incrementada “la masa ayuna de conocimientos” que sin complejos por su ignorancia, y apoyados por unos medios de comunicación con claros intereses en el negocio taurino que han sustituido el saber y conocimiento de los grandes cronistas de antaño por la propaganda, han perdido todo el respeto a los aficionados que todavía acudimos a las plazas de toros.
Aunque cada día sea más negro el panorama y más difícil salir de este empantanamiento en el que se encuentra metida la Fiesta de Los Toros, no quiero acabar esta entrada anunciando negros presagios. Como la esperanza es gratis y, dicen, lo último que se pierde, quiero hacerlo de forma positiva, recogiendo una de las últimas frases de las escritas por “El Caña”, como se le conocía en el Planeta de los Toros a don Antonio: “Nos queda la esperanza de una reacción que vuelva a su ser la lidia de los toros”.
“El toro no es un animal para nosotros; es muchísimo más: un símbolo, un tótem, una aspiración, una eucaristía con los de alrededor y los antepasados. Al toro lo pulimos, lo alimentamos, lo sacralizamos, lo picamos, lo banderilleamos, lo matamos, lo aplaudimos o pitamos tras su muerte, lo descuartizamos, nos lo comemos y lo poetizamos y lo pintamos y lo musicamos. Quítese el toro de aquí y veremos qué queda. ¿Nos reconoceríamos sin la pasión en su pro o en su contra?” Antonio Gala
martes, 10 de febrero de 2009
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario