"El primer contrato que me consiguió Luis Méndez fue en una sala llamada El Biombo Chino. Era el año sesenta y aquel trabajo empezó a resolver de alguna manera mis necesidades económicas. Miguel, el dueño de El Biombo Chino, era muy aficionado a los toros, incluso había sido novillero. Un día me propuso torear un becerro en Segovia. Me pagarían cincuenta mil pesetas. A pesar de mi amistad con los toreros y de haber pasado algunos días en la finca de los Cembrano, yo no tenía ni la menor idea de lo que era torear. Me convencieron de que la cosa era muy sencilla, que me echarían un becerro de sesenta kilos, que aunque me diera un revolcón no pasaría nada grave. Así, con esas observaciones y pensando en conseguir cincuenta mil pesetas, me presté a torear, pero se hacía necesario tener algún conocimiento de tauromaquia. Me llevaron a una finca cerca de El Escorial, me dieron un capote y durante varios días estuve ensayando con un becerrito el arte taurino. Y llegó el día de la corrida en la plaza de toros de Segovia.
Me había alquilado un traje de luces, un capote de paseo y en el Citroen de Luis Méndez llegamos a Segovia, donde me esperaba la afición. En aquella becerrada toreaban también El Bombero Torero y su cuadrilla. Yo sería el espectáculo. Tenía un ayudante, de nombre Santitos, un personaje conocido en todo Madrid, que había sido “chorizo” y que cuando le preguntaban cuánto tiempo había estado en la cárcel, él preguntaba: “¿En qué país?” Conocía las cárceles de Francia, de Alemania, de Italia y las de España. Hablaba francés, italiano y alemán. Había sido chófer de Laso de la Vega y peón de confianza de algunos toreros, era bajito, barbilampiño y sordo, siempre con gorra de visera y hablaba en caló. Cuando me traía en un papel la cuenta de lo que había gastado se podía leer: “Trujas 12 calas. Roda para ir a por los trujas 23 calas. Tralla del peluco 28 calas”. Y así con su manejo del caló me entregaba las cuentas. Cuando se enteró de que yo iba a torear se llevó una de las mayores alegrías de su vida. Tenía un gran respeto por todo lo que tuviera que ver con la fiesta de los toros. Cuando llegamos a Segovia nos alojaron en un hotel, y Santitos, tal como mandan los cánones taurinos, cuando terminamos de comer me dijo:–Maestro, tírese en la cama y duerma una siesta. ¿A qué hora le llamo? Le pregunté:
–¿A qué hora empieza la corrida?
–A las cinco.
–Muy bien. Despiértame a las siete.
Y se fue. Volvió de inmediato.
–Maestro, si la corrida empieza a las cinco, ¿cómo le voy a despertar a las siete?
–Porque a las siete ya habrá terminado la corrida.
Santitos quedó desconcertado con mi respuesta. Era tan devoto de la fiesta taurina que no entendía mi humor.
–Está bien, despiértame a las cuatro.
–De acuerdo, maestro.
Ya me llamaba maestro como si yo fuese Antonio Bienvenida.
Y llegó la hora de ponerme el traje de luces. Yo, que conocía esa devoción de Santitos por la tauromaquia, de manera intencionada, le cambiaba el nombre a todas las prendas de mi traje de torear. Santitos se emberrinchinaba cuando a la taleguilla la llamaba la cazadora, a las medias los calcetines rosa, a la montera el gorro y a las zapatillas las alpargatas de torero. Se ponía furioso y me rectificaba: La taleguilla, maestro; las medias, maestro; la montera, maestro. Finalmente terminé de vestirme. El Citroen de Luis Méndez tenía en la parte trasera uno de esos asientos que llamaban ahí te pudras, y sentado en ese asiento, de manera que me viese el público, llegamos a la plaza de toros y entramos.
Había un ambiente como si se tratara de un mano a mano entre Antonio Ordóñez y Luis Miguel Dominguín.
Mi salida con el resto de los que iban a participar en la lidia, acompañada de un pasodoble, levantó el aplauso de toda aquella gente que llenaba la plaza. Me situé detrás de la barrera. Sonó el clarín, se abrió una puerta y apareció el becerro. El Bombero Torero y su cuadrilla hacían con aquel becerro cosas insólitas, desde saltar por encima cuando les embestía, a darle agua con un botijo. Viendo aquello y escuchando las carcajadas del público y los constantes olés, empecé a pensar qué haría yo para estar gracioso. Llegué al convencimiento de que lo único que me podía salvar era la palabra, pedí un micrófono y desde un burladero hice un comentario divertido sobre lo que iba a hacer con el becerro. Cuando terminaron su faena los de El Bombero Torero me tocó salir. El becerro tenía un solo cuerno, el derecho, pero a mí me daba la impresión de que tenía los dos, pero que alguien había empujado el de la izquierda para que le saliera por el lado derecho un solo cuerno, largo y afilado. Hubiera dado cualquier cosa por deshacerme de aquel compromiso, pero la cosa estaba firmada, la plaza llena y no había forma de evadirme, así que con la cara de color verde aceituna y un tremendo cagazo me lancé al ruedo. Extendí el capote como había visto hacer a los grandes toreros y grité: ¡Eh, toro! El becerro me miró como diciendo: Qué mierda querrá este gilipollas Tomó carrerilla, se vino hacia mí, y aunque alargué el brazo como mandan los cánones taurinos, me golpeó en la mano con la testuz. A punto estuvo de que la mano se me desprendiera del brazo. Sentí un dolor tan fuerte que me dieron ganas de tirar el capote y ponerme a llorar, pero en la plaza se escuchó un olé colectivo y eso me animó a seguir en pie. Por segunda vez dije, ya muy crecido: ¡Eh, toro! Y otra vez el becerro que me miró. Esta vez como pensando: Pero otra vez este gilipollas, y de nuevo emprendió una carrera hacia mí. Tuve tiempo de levantar el capote y le di un pase y otro y otro y dos más y el de pecho, la gente aplaudía entusiasmada. Yo esperaba que después de aquella faena saliera un picador y acabara con el becerro, pero aquello era sin picadores. Me acerqué a la barrera y Santitos me cambió el capote por la muleta y una espada. Como hacía algo de viento, Santitos mojó el pequeño capote rojo con agua del botijo. Aquel trapo rojo con un palo que en la punta tenía un clavo afilado y un estoque de madera, debía pesar como doce kilos. Por más esfuerzos que hacía para levantar aquello no lo conseguía, lo tenía pegado al cuerpo, y cada intento duraba unos segundos. El becerro debió adivinar mi dificultad para sujetar aquellas cosas, creo que hasta vi en sus ojos una sonrisa como si pensara: Te vas a enterar; tomó carrera y se vino hacia mí, creo que con exceso de velocidad. ¿Cómo pasó junto a mí? Ni lo sé. Cerré los ojos y sentí el aire desplazado por su pasada, la repitió y una de dos, o sentía compasión por mí o tenía mal sentido de la orientación, porque milagrosamente no me llevó por delante. La gente entre divertida y emocionada, más divertida que emocionada, aplaudía y gritaba olés. Santitos me dijo desde la barrera: Vamos maestro, acabe la faena y me cambió el estoque de madera por uno de verdad. Ya me habían explicado dónde tenía que clavar el estoque, pero sólo en teoría. Cuando me disponía a matar, vi en las primeras filas del tendido un aficionado con ganas de saltar al ruedo. Tenía en la mano un bocadillo. Le grité:
Había un ambiente como si se tratara de un mano a mano entre Antonio Ordóñez y Luis Miguel Dominguín.
Mi salida con el resto de los que iban a participar en la lidia, acompañada de un pasodoble, levantó el aplauso de toda aquella gente que llenaba la plaza. Me situé detrás de la barrera. Sonó el clarín, se abrió una puerta y apareció el becerro. El Bombero Torero y su cuadrilla hacían con aquel becerro cosas insólitas, desde saltar por encima cuando les embestía, a darle agua con un botijo. Viendo aquello y escuchando las carcajadas del público y los constantes olés, empecé a pensar qué haría yo para estar gracioso. Llegué al convencimiento de que lo único que me podía salvar era la palabra, pedí un micrófono y desde un burladero hice un comentario divertido sobre lo que iba a hacer con el becerro. Cuando terminaron su faena los de El Bombero Torero me tocó salir. El becerro tenía un solo cuerno, el derecho, pero a mí me daba la impresión de que tenía los dos, pero que alguien había empujado el de la izquierda para que le saliera por el lado derecho un solo cuerno, largo y afilado. Hubiera dado cualquier cosa por deshacerme de aquel compromiso, pero la cosa estaba firmada, la plaza llena y no había forma de evadirme, así que con la cara de color verde aceituna y un tremendo cagazo me lancé al ruedo. Extendí el capote como había visto hacer a los grandes toreros y grité: ¡Eh, toro! El becerro me miró como diciendo: Qué mierda querrá este gilipollas Tomó carrerilla, se vino hacia mí, y aunque alargué el brazo como mandan los cánones taurinos, me golpeó en la mano con la testuz. A punto estuvo de que la mano se me desprendiera del brazo. Sentí un dolor tan fuerte que me dieron ganas de tirar el capote y ponerme a llorar, pero en la plaza se escuchó un olé colectivo y eso me animó a seguir en pie. Por segunda vez dije, ya muy crecido: ¡Eh, toro! Y otra vez el becerro que me miró. Esta vez como pensando: Pero otra vez este gilipollas, y de nuevo emprendió una carrera hacia mí. Tuve tiempo de levantar el capote y le di un pase y otro y otro y dos más y el de pecho, la gente aplaudía entusiasmada. Yo esperaba que después de aquella faena saliera un picador y acabara con el becerro, pero aquello era sin picadores. Me acerqué a la barrera y Santitos me cambió el capote por la muleta y una espada. Como hacía algo de viento, Santitos mojó el pequeño capote rojo con agua del botijo. Aquel trapo rojo con un palo que en la punta tenía un clavo afilado y un estoque de madera, debía pesar como doce kilos. Por más esfuerzos que hacía para levantar aquello no lo conseguía, lo tenía pegado al cuerpo, y cada intento duraba unos segundos. El becerro debió adivinar mi dificultad para sujetar aquellas cosas, creo que hasta vi en sus ojos una sonrisa como si pensara: Te vas a enterar; tomó carrera y se vino hacia mí, creo que con exceso de velocidad. ¿Cómo pasó junto a mí? Ni lo sé. Cerré los ojos y sentí el aire desplazado por su pasada, la repitió y una de dos, o sentía compasión por mí o tenía mal sentido de la orientación, porque milagrosamente no me llevó por delante. La gente entre divertida y emocionada, más divertida que emocionada, aplaudía y gritaba olés. Santitos me dijo desde la barrera: Vamos maestro, acabe la faena y me cambió el estoque de madera por uno de verdad. Ya me habían explicado dónde tenía que clavar el estoque, pero sólo en teoría. Cuando me disponía a matar, vi en las primeras filas del tendido un aficionado con ganas de saltar al ruedo. Tenía en la mano un bocadillo. Le grité:
–Te cambio el bocadillo por el estoque.
Y entusiasmado saltó al ruedo, le di el estoque, él me dio el bocadillo y mientras me lo comía, él se encargó de matar al becerro. Tal vez el público pensó que aquello estaba preparado, el caso es que nos salió bien y fuimos muy aplaudidos. Lo peor vino después. Llegamos a Madrid a la hora en que yo tenía que empezar mi actuación en El Biombo Chino. Méndez no encontraba un hueco donde aparcar y finalmente tuvimos que dejar el coche en la calle de Princesa. Tuve que ir corriendo desde Princesa, cruzar la plaza de España, subir por la Gran Vía y entrar en Isabel la Católica, donde estaba El Biombo Chino, con el asombro de la gente que no podía imaginar qué hacía un torero corriendo por la Gran Vía. Miraban hacia atrás, tal vez pensando que me seguía un toro o la Guardia Civil. No me dio tiempo a cambiarme de ropa, así que sobre la marcha me tuve que inventar un monólogo taurino. La gente se divirtió mucho con aquel monólogo y yo salí bien parado del trance. Compré un traje de torero y un capote de paseo y seguí haciendo aquel monólogo que a la gente le había divertido tanto. Años después, cuando estaba rodando con Fernando Fernán Gómez en Barcelona ¿Dónde pongo este muerto?, una noche que estábamos en la estación de Francia, había entre la gente que nos rodeaba un muchacho joven. No llevaba abrigo y le castañeteaban los dientes de frío. Por su rostro adiviné que era mexicano.
–¿Eres mexicano?
–Sí, señor. De Yucatán.
La noticia había sido publicada en los periódicos, y me dije: Dos jóvenes han viajado de polizones desde Venezuela hasta Madrid, ocultos en el tren de aterrizaje de un avión de pasajeros, uno de ellos ha muerto, éste es el que ha sobrevivido. Uní mi amor por México con mi tristeza por aquel muchacho que no dejaba de tiritar. Le invité a comer algo en el bar de la estación, se comió tres bocadillos, pero no dejaba de tiritar, se me ocurrió una idea. Le dije al hombre de la barra que le pusiera un carajillo doble.
–¡Tómate esto! Estaba caliente, pero se lo volcó de un trago y se le acabó la tiritona.
–¿Cómo estás?
–¡Ora sí, ya ni frío siento! Me hizo bien el sacachismes ese que me dio.
Después hablamos, le pregunté con qué intención había venido a España. Me dijo que quería ser torero, que lo hacía bien y esperaba una oportunidad. No tenía dónde dormir. Tal vez porque yo había vivido una experiencia parecida cuando en 1951 llegué a Madrid, le llevé a una pensión y le dejé allí con el encargo de que la cuenta me la pasaran a mí. Le compré varios números de El Ruedo, le regalé algo de ropa, le di una carta para los Cembrano y le saqué un billete de tren para Mérida. Al año siguiente recibí un pequeño cartel de toros donde, junto a otros dos novilleros, venía anunciado "El Tigre de Yucatán", y con el pequeño cartel de la novillada una carta hermosa, en la que me daba las gracias por lo que había hecho por él y donde decía que le pedía a la Virgen de Guadalupe me diera salud y mucha suerte. Nunca volví a saber nada de "El Tigre de Yucatán".
El capote de paseo se lo regalé a Manolo Montolíu, gran persona, con el que coincidí en algunas ocasiones y sin lugar a dudas uno de los mejores banderilleros. Murió en Sevilla de una cornada en el corazón."
Mariano: Aquí en México, Gila fue torilero por otro día. El 15 de junio de 1959 se dio un festival a beneficio de los deudos de Rogelio de Obeda "Luis de Tabique", que torearon en la Plaza México Lorenzo Garza, El Soldado, Rovira, El Ranchero Aguilar, Guillermo Carvajal y El Callao. Lo particular de la participación de Gila, es que pidió al Juez de Plaza (Presidente) la llave del toril por teléfono y de la misma manera le mandaban dar suelta a los novillos que se lidiaban...
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