“El toro no es un animal para nosotros; es muchísimo más: un símbolo, un tótem, una aspiración, una eucaristía con los de alrededor y los antepasados. Al toro lo pulimos, lo alimentamos, lo sacralizamos, lo picamos, lo banderilleamos, lo matamos, lo aplaudimos o pitamos tras su muerte, lo descuartizamos, nos lo comemos y lo poetizamos y lo pintamos y lo musicamos. Quítese el toro de aquí y veremos qué queda. ¿Nos reconoceríamos sin la pasión en su pro o en su contra?” Antonio Gala

martes, 11 de marzo de 2008

Cinco golpes secos

Los aficionados, alentados por las autoridades que regentan nuestra plaza, nos habíamos puesto de acuerdo con la empresa, las corridas de ese año debían de ser como habían de ser, seis toros escogidos, los mejores de cada camada, con el trapío propio de cada encaste, la edad reglamentaria y bien puestos de cuerna, astifinos, sin tacha. Habíamos viajado a las ganaderías seleccionadas y, junto con el empresario y los ganaderos, que competían entre los de su profesión por el honor de criar el ganado más bravo, habíamos reseñado lo mejor, sin escatimar en gastos, solo guiados por el afán de conseguir que, un año más, los toros que se debían lidiar en nuestra plaza fueran la envidia de todos los aficionados del país.

Una vez asegurado el ganado quedaba contratar a los toreros, no faltaban aspirantes a ocupar los puestos de los carteles, se peleaban por ello todas las figuras, el prestigio de nuestra feria los atraía como la miel a las moscas, no ponían objeciones al ganando, les daba igual apuntarse a una u otra corrida, les guiaba el ansia del triunfo, el anhelo de ser reconocidos como los mejores, venían dispuestos desde el primer momento, preparados, conscientes de que un triunfo en nuestro coso los catapultaría hasta el número uno del escalafón. La competencia, sin duda, sería dura y, haciendo honor a ese reto, no se dejarían ganar la partida por sus compañeros de terna.


Las cuadrillas, conscientes del compromiso de sus jefes, no escatimarían esfuerzos para hacer las cosas bien, siempre ocurría así, los subalternos sabían del importante papel que jugaban en la lidia de los toros que les correspondían a sus maestros y tratarían, por todos los medios, de que su labor sirviera para orientar, para corregir, para descubrir, para ayudar a los espadas que confiaban en ellos para este trabajo. Sabían que su labor era importante y a ello se aplicarían con todo su entendimiento, tanto en el manejo de la capa como en la suerte de banderillas, en la que competían en riesgo y majeza con los subalternos de las restantes cuadrillas, era un honor muy grande desmonterarse, requeridos por la ovación del respetable, después de colocar un buen par.


Los picadores eran elementos fundamentales de las cuadrillas y conservaban el orgullo de sus antepasados de profesión. Seguían manteniendo el honor y el privilegio de vestir de oro, como los matadores, en reconocimiento de la importancia de su labor que consistía en restar pujanza al toro y ahormar su embestida para el tercio de muerte. También sabían que su labor, además, tenia otro cometido no menos importante y que era seguida con la máxima atención por ganaderos y aficionados porque, a unos y otros, les servía para comprobar la bravura y poder de los toros, a los aficionados para calibrar la calidad de cada ejemplar, y a los ganaderos, además de eso, para orientar la selección de su ganado de cara al futuro, por eso mismo, los picadores, trataban de hacer la suerte con precisión y midiendo el castigo para que el toro acudiera, como mínimo, tres veces al caballo. La belleza y emoción de esta suerte, que tantas veces levantaba al público de sus asientos y provocaba las ovaciones más estruendosas, les hacia exigirse lo máximo de sí mismos y de sus cabalgaduras.


Los matadores tenían muy claro que donde se la jugaban era en la faena de muleta, conscientes de que los toros iban cambiando a lo largo de la lidia, no dejaban de observarlos en ningún momento, de esa observación dependía el tipo de faena y los pases que podían administrarle a su contrincante en cada momento, no podían ir con un plan preconcebido, había que ajustarse a las condiciones del toro y dominarlo, una vez hecho esto era cuando debían dar rienda suelta a su inspiración y convertir en arte, en dibujos en el aire, las suertes que considerasen más apropiadas para su lucimiento.


La culminación de la faena, la suerte suprema, era la estocada, ese era el fin de todo el trabajo desarrollado desde la aparición del toro en el ruedo. Facilitar ese momento, el más peligroso, sin duda, de toda su labor, debía ser consecuencia de haber hecho bien las cosas desde el principio. Una estocada en todo lo alto, por el hoyo de las agujas, de la que el toro saliese muerto de los vuelos de la muleta, por si misma, ya valía un triunfo. La muerte…


De pronto... cinco golpes secos… como cinco disparos… me despertaron. Todo había sido un sueño… pero los cinco disparos… como cinco golpes secos… habían sido reales y, a traición, como hacen los fanáticos y los criminales, habían segado la vida de un buen hombre -Isaías era su nombre- por defender, con valentía y a pecho descubierto, sus ideales. En una emisora de radio, estupefacto por la noticia… obnubilado por la rabia… impotente ante tanta barbarie… escuché, en boca de un amigo del pueblo de Zamora del que descendía, que Isaías Carrasco era un apasionado de los toros.

3 comentarios:

  1. Extraordinario y emotivo homenaje, Mariano
    Un abrazo
    Pgmacias

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  2. No se si adrede o no ¡que magnifica radiografia¡ de lo que esta sucediendo en Zaragoza, lo leo y no me lo creo.

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  3. Apunta un golpe mas para mi, lei paso a paso lo que describias, ilusionado por saber quienes se atreverian a lidiar esos animales y me diste un golpe seco cuando lei el final, un saludo.

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