“El toro no es un animal para nosotros; es muchísimo más: un símbolo, un tótem, una aspiración, una eucaristía con los de alrededor y los antepasados. Al toro lo pulimos, lo alimentamos, lo sacralizamos, lo picamos, lo banderilleamos, lo matamos, lo aplaudimos o pitamos tras su muerte, lo descuartizamos, nos lo comemos y lo poetizamos y lo pintamos y lo musicamos. Quítese el toro de aquí y veremos qué queda. ¿Nos reconoceríamos sin la pasión en su pro o en su contra?” Antonio Gala

lunes, 10 de septiembre de 2007

"Joselito" mata siete toros

Como colofón de la temporada Joselito se anunció, como único espada, para matar seis toros en mis dependencias. Otro día glorioso se inscribía, con letras de oro, en la historia de la tauromaquia y en la mía en particular. El menor de los Gallos, José, rebosante de juventud y conocimientos quería dictar la última gran lección de la temporada en mi ruedo ya más que centenario. Era el 18 de octubre de 1916, última corrida de la Feria del Pilar.
Ante la ausencia del ídolo local, Florentino Ballesteros, que había tomado la alternativa en la plaza de Madrid al comienzo de la temporada, el 13 de abril, y que se encontraba herido en esos momentos, los hermanos Gómez Ortega, Rafael y José, eran la base de la Feria de ese año. Gallito, en la plenitud de sus facultades, había estado superior en las tres tardes que se acarteló junto a su hermano y, para rematar la faena se aprestaba a liquidar, el solito, seis toros para cerrar las corridas del Pilar.
La expectación era enorme, no sólo entre la exigente afición zaragozana que había aplaudido y premiado su quehacer en las tres tardes precedentes, sino en toda España. Ese día, 18 de octubre de 1916, se dieron cita, en las ya viejas piedras de mis tendidos, muchos aficionados llegados desde otras ciudades y provincias, así como los más reputados cronistas encargados de ejercer la crítica taurina en los principales periódicos del país.
Cinco toros de Contreras y uno de Bueno, sustituyendo a otro de la ganadería titular que había muerto en los corrales durante la noche, saltaron al ruedo. En dos de los lidiados me quiero detener porque han quedado grabados en mi memoria como dos lecciones magistrales del arte de torear, en uno, el segundo, como lidiador inconmensurable que era, y en otro, el sexto, en el que mostró las grandes dotes artísticas que también poseía el menor de la dinastía de los Gallos.
El de Bueno, que se corrió en segundo lugar, fue un toro manso, difícil, que huía, andaba de lado, hacía atrás, defendiéndose en la querencia de un caballo, que no se dejaba torear, obligó a Gallito a desplegar toda la ciencia lidiadora que atesoraba, tirando de él para sacarlo de la querencia, no quitándole la muleta de la cara, no dejándole resollar, consiguió igualarlo un instante que aprovechó para matarlo de una buena estocada. Fue una gran faena, para muchos, la mejor de la tarde, había sido una pelea dura, corta pero intensa, en la que Joselito -el incansable, el poderoso, el más sabio de los toreros- tuvo que echar mano de todos sus recursos para imponerse al toro, tan es así que durante el arrastre del manso de Bueno, rendido por el esfuerzo, se sentó en el estribo desencajado.
Pronto se recupero del esfuerzo y siguió con la lidia de los cuatro que aún esperaban turno en los chiqueros. La corrida trascurría rápida, tanto que cuando salió el sexto toro al ruedo apenas había pasado una hora desde el comienzo. Y ese toro, el sexto, era un toro con toda la barba que, encampanado, requería la presencia de un torero que midiese con él sus fuerzas, y allí estaba ese torero, Joselito, que nada más verlo, sin dudarlo, se fue a su encuentro y con los pies clavados en la arena, sin una enmienda, sin una rectificación, a lo que no hubo lugar, porque cuando se torea así no se pierde terreno, le dio una serie de verónicas de antología que desato la locura en los tendidos. Gallito, crecido, mostró a la concurrencia que además de lidiador era un gran artista, después de las verónicas iniciales hizo quites a punta de capote, galleo con finura y suavidad, banderilleo al quiebro, dio pases naturales monumentales, y tres de pecho de cabeza a rabo. Cuando el toro le pedía la muerte y se disponía a entrar a matar, el público le pidió que siguiera toreando, y él, complaciente y generoso como era, siguió, alargando la faena más de la cuenta lo que le supuso dificultades para matarlo, lo hizo de pinchazo y estocada caída. Si no hubiera hecho caso al respetable y hubiese entrado en el momento que había decidido, cuando el toro le pedía la muerte, seguro que lo mata bien.
El público entusiasmado, pidió el sobrero, y José, aún sabiendo que el toro que quedaba en los chiqueros era hermano del mulo de Bueno que había lidiado en segundo lugar, lo solicitó al presidente. Fue la locura del respetable. El de propina salió con más cabeza, poder y malas intenciones que los otros seis juntos, y Joselito se fajó con él y lo mató de media estocada.
La presentación de los toros no estuvo exenta de polémica, a los más exigentes, salvo el sexto y el sobrero, les parecieron torillos sin poder, ni bravura, ni pitones, ni nada de lo indispensable para dar relieve al trabajo del diestro. Pero su actuación en los dos toros que he referido puso a todos de acuerdo.
La plaza estuvo a rebosar todos los días de la Feria, Nicanor Villa, empresario aquella temporada, estaba exultante por los dividendos recogidos, y entre los propietarios del recinto ya empezaban a circular los planos de la reforma y ampliación que se pretendía realizar para modernizarme y dar cabida a la creciente demanda de localidades que se producía entre los aficionados zaragozanos, no en vano estábamos en los momentos más gloriosos de la Fiesta, en esa época que se denominó la edad de oro del toreo. De esto y de la nueva cara que estaban dibujando para mi los arquitectos hablaremos en otro momento.

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